En 1990 Daniel Ortega perdió las elecciones ante Violeta Chamorro, la primera presidenta (democráticamente electa) en la historia de América Latina. Ortega juró que entregaría el poder, que aceptaría su derrota y dejaría que otros gobernaran. No lo hizo. Días después, con la plaza llena y gritando consignas, manifestó: “Vamos a gobernar desde abajo”. Es decir, desde las calles, el poder legislativo, las alcaldías y el ejército.
AMLO hace unos días dijo que se retiraría, que dejaría gobernar a Claudia Sheinbaum, que no se interpondría entre ella y la voluntad popular. No lo hizo. En menos de 48 horas cambió su discurso y dijo que si lo necesitaban, que si ella se lo pedía, que si el pueblo lo convocaba… el caudillo siempre estaría allí.
Inició el choque de titanes. Mientras la virtual presidenta Claudia Sheinbaum ha salido a tratar de frenar el alza en el dólar llamando a la calma, AMLO ha echado más leña al fuego reiterando que las reformas al INE y a la Suprema Corte van y nada las detiene. Saturno está devorando a su hija.
La bolsa sigue nerviosa y el peso sigue cayendo. En tiempo récord el peso mexicano ha caído 8%. AMLO quiere despedirse del gobierno dejándole a la nueva presidenta 18 reformas constitucionales que decapitan de un plumazo entidades fundamentales para generar pesos y contrapesos en el poder.
López Obrador repetirá formula de Fidel y Raúl Castro. Ambos tiranos simularon que se retiraban del poder, pero jamás lo hicieron, seguían gobernando desde abajo. Tras bambalinas y en las sombras. En otras palabras, eran el verdadero poder tras el trono.
Días difíciles para Claudia Sheinbaum y para México. La virtual presidenta de México tiene criterio propio, 35 millones de razones para creer que su mandato es legítimo y no heredado. Que su lealtad es para con el pueblo de México y no para con AMLO.
Una presidenta sin congreso y sin partido. Esta película ya la hemos visto antes. Recordemos a Lenin Moreno y Rafael Correa en Ecuador, a Cristina Kirchner y Alberto Fernández en Argentina, Martinelli y Mulino en Panamá y por supuesto a Luis Arce y Evo Morales en Bolivia.
Pierde Sheinbaum y pierde México. Cuando un caudillo quiere medir su musculo político con su delfín no gana nadie. Generalmente las riñas internas suelen paralizar al país en el mejor de los casos y en los peores lo destruyen a pedazos. Nadie gana y todos pierden.
AMLO es un junkie político. El todavía presidente de México no puede dejar el poder, sino recordemos cuando perdió una elección y pasó semanas quizás meses fingiendo un gobierno paralelo. Nadie podía hacerlo entrar en razón. Estaba divorciado de la realidad. Los caudillos mueren en el poder y si no tienen el poder se mueren.
Sheinbaum se desmarca de su mentor pero con cautela. Su tono sobrio y conciliador, no se parece al discurso rencoroso y
divisivo de su predecesor. Una de sus primeras conversaciones fue con Luis Almagro, el Secretario General de la OEA. AMLO jamás dialogó pacíficamente con Almagro y nunca visitó lo que considera el “Ministerio de Colonias”. Esta es una sutil pero importante diferencia.
Los caudillos no se retiran. En su mente todos son imprescindibles y necesarios. Un desfile de funcionarios, políticos y aspirantes a cualquier cosa se encargará de alimentar y mantener vivo el ego del expresidente omnipresente.
Vienen días duros para México, llenos de desafíos y grandes oportunidades. Hoy más que nunca la defensa de la democracia se vuelve tarea impostergable y fundamental. Hay que evitar que AMLO, al igual que Ortega en el pasado, gobierne desde abajo.