Apenas finalizado el debate, esa misma noche, los medios se alinearon para reclamar la renuncia de Biden a la candidatura por la reelección. No se trataba de Fox News, el Grupo Sinclair u otros medios conservadores. Hablo, entre otros, de CNN, NBC, el New York Times y el Washington Post. Es decir, fuego amigo.
Más aún, The Economist puso un andador con el sello del presidente de los Estados Unidos en su portada, innecesariamente cruel e irresponsable, y The New Yorker invocó la 25ta Enmienda de la Constitución que versa sobre el mecanismo institucional a seguir ante la incapacidad del presidente. Igual de cruel, no deja lugar a ingenuidades. Algunos hablan de una emboscada para entender la razón de un debate presidencial previo a las convenciones de los partidos; o sea, antes de oficializarse las candidaturas.
Fue el shock de realidad posterior a la negación: que Biden muestra signos de una condición asociada a su avanzada edad y que tiene limitaciones físicas y cognitivas. De ahí que, secreto a voces en los alrededores de 1600 Pennsylvania Avenue, su jornada laboral sea de horario limitado, y que funcionarios y burócratas acostumbren disputarse los espacios de decisión en la Casa Blanca. En política, todo espacio vacío se ocupa.
Tanto Demócratas como Republicanos hablan de una situación sin precedentes en la historia, de vacío de poder, de alta vulnerabilidad frente a los adversarios externos, de un nuevo capítulo de la perenne discusión sobre la “crisis de la democracia”, concepto de los años setenta. Es decir, se habla de ingobernabilidad, pero advirtamos que esta es más profunda que el resultado de una candidatura posiblemente malograda. Algunos ejemplos.
Heritage Foundation, centro de pensamiento conservador con extraordinaria influencia desde los días de Ronald Reagan, ha desarrollado “Project 2025”, una agenda que busca concentrar poder en la rama Ejecutiva, reducir la autonomía del Departamento de Justicia respecto del presidente y eliminar agencias administrativas del Estado. Como diseño institucional, supone una cierta erosión de la república. Ha sido denominado la “institucionalización del trumpismo” por sus adversarios.
Tal vez lo sea, si bien no es un fenómeno nuevo. La noción de mayor autoridad para el presidente remite, cuando menos, al concepto de “Presidencia Imperial” acuñado por Schlesinger para retratar la histórica propensión del Jefe del Ejecutivo a rebasar los límites constitucionales. Dicha noción arrojó luz sobre la crisis de Watergate tanto como las guerras en Afganistán e Irak, conducidas por medio de una amplia delegación del Congreso; es decir, por ambos partidos.
Si los equilibrios de la república se erosionan, la democracia se debilita. Ello impide el buen gobierno; también es responsabilidad compartida. The New York Times reporta que “la resistencia a una nueva Administración de Trump ya ha comenzado”. Ello sobre la base del potencial retorno de Trump, para lo cual una serie de grupos y organizaciones preparan equipos de abogados y activistas para litigar y movilizarse sobre causas que van de la inmigración al aborto, de las libertades civiles a la política tributaria.
Es saludable una sociedad con capacidad organizativa y preparada para defender sus derechos y libertades constitucionales en los tribunales y en la calle, siempre y cuando ello no signifique sabotear la agenda legislativa de un gobierno legítimamente electo y que actúa de acuerdo a la ley. El término “resistencia” es oximorónico en democracia. Los insurrectos del 6 de enero tal vez no hayan sido los únicos.
Estas tensiones, asociadas a la definición de cuánta república y cuánta democracia escoge una nación, hoy se despliegan como pocas veces en la historia del país. En gran medida, ello es consecuencia de la pérdida del centro de gravedad del sistema político, eso que algunos llaman “polarización”, y la descomposición del “mainstream”, la corriente dominante que hacía converger las políticas públicas hacia el centro y priorizaba la negociación por sobre el conflicto.
Ello ha debilitado a la democracia y a la república por igual. La democracia fue pensada por los Padres Fundadores como un mecanismo defensivo: evitar el abuso de poder del centro, según lo ilustra la noción de tiranía de la mayoría. El Colegio Electoral, desviación del principio de “una persona un voto”, es por ello un elemento moderador, consistente con el riguroso federalismo del arreglo constitucional.
Sin embargo, otras desviaciones de dicho principio son más groseras. Tómese la práctica de rediseñar el mapa electoral a efectos de perpetuar la hegemonía territorial de un partido o del otro, “gerrymandering”. Ello es consecuencia de la cartelización de los partidos, un duopolio que limita la competencia electoral y se reparte el mercado de los votos. De ahí que, ciclo tras ciclo, la elección termine decidiéndose en los colegios de un puñado de estados del medio-oeste, los “swing states”.
Las anomalías se acumulan, agréguese la practica cada vez más generalizada de votar por correo. Así, la elección de 2020 fue cuestionada por Trump, pero en 2000 fue cuestionada por el Partido Demócratas a raíz del interminable re-conteo en Florida. La Corte Suprema intervino entonces ordenando dar por finalizado el escrutinio, con lo cual no fueron pocos los que le acusaron de “haber elegido a Bush presidente”.
La república, tradicionalmente fuerte, siempre acude en auxilio de una democracia débil, pero la constante exposición a disputas políticas irresueltas debido a las opacidades del sistema electoral desgasta a su institución primordial, la justicia. En 2020, 60 jueces y la Corte Suprema desestimaron las denuncias de fraude por no existir suficiente evidencia para invalidar dichas elecciones. Con la lógica de Florida en el año 2000, habrían elegido a Biden presidente. Más aún, y con la turba dentro del edificio, los propios Senadores Republicanos acataron lo informado por los 51 Colegios Electorales. Esto para repensar aquello de “la dictadura de Trump”.
La ingobernabilidad creciente expresa una sociedad dividida, a veces “partida en dos”. Elección tras elección ello se repite en el mapa electoral: puntos azules en las costas y desde Chicago al sur en el valle del Mississippi, y vastas extensiones rojas en el medio. Es el país urbano, secular, cosmopolita y de derechos de cuarta generación versus el país rural, religioso, nacionalista y de la Segunda Enmienda, el derecho a portar armas.
La angustia de la población rural no es muy diferente a la de los afro-americanos de las ciudades. Empobrecidos por una agricultura cada vez menos competitiva internacionalmente, rezagados por la creciente desigualdad, inseguros frente al empleo inmigrante y con su estructura familiar devastada por una pandemia, no de COVID-19 sino de opioides. La elite urbana, ilustrada y que se considera progresista los desprecia, sin embargo, es por ello que existe “trumpismo”.
Son dos universos normativos cada vez más irreconciliables. El primero dice que es el país de los derechos y la libertad. El segundo recuerda que es un país de origen confesional, cuya libertad fundamental es la de culto. Ambos tienen razón, esa es la gran invención estadounidense hoy erosionada.
Volviendo a la elección de noviembre, Biden rechazó la idea de renunciar a su candidatura. Debo decir que me dio gusto su decisión. Es que la crueldad del “fuego amigo”, crueldad que ni siquiera Trump exhibió durante el debate, no fue solo una afrenta a la persona. También constituyó una deshonra para con la oficina que Biden representa, la presidencia. Y esa es una “ingobernabilidad americana” sin precedentes.
Todos estos días Biden debe haber recordado aquella célebre máxima de Voltaire: “Señor, protégeme de mis amigos, que de mis enemigos me protejo yo mismo”.