En un editorial institucional publicado en vísperas de la reciente IX Cumbre de las Américas, el Washington Post aseguraba que “Estados Unidos no podría juntar (o ‘unir’) al hemisferio porque este se halla dividido”. Como tesis, contiene dos proposiciones básicas y una derivada. El razonamiento es tautológico, pero en cada término del mismo está la médula de las relaciones interamericanas. Vayamos por partes.
A estas alturas, que las Américas están divididas es una verdad de Perogrullo. Piénsese que en 2001 los países de la región excepto Cuba firmaron la Carta Democrática y que, desde la Iniciativa de las Américas de George H. W. Bush en 1990, los tratados de libre comercio se expandieron por toda la región. Nótese que todos los países del Pacifico excepto Ecuador tienen un acuerdo comercial con Estados Unidos. Dicho sea de paso, es hora que Ecuador también lo tenga, país miembro de la Alianza del Pacifico.
Pues esa era la agenda de las Cumbres desde la primera de 1994 en Miami, presidida por Bill Clinton: comercio y democracia; inversión, empleo y prosperidad; instituciones y derechos humanos. Todo ello ha cambiado, el optimismo de entonces no duraría.
Curiosamente, dicho consenso comenzó a declinar con el boom de precios de principios de siglo XXI y los términos del intercambio más favorables de la historia. Curiosa y también contra-intuitivamente, es casi una tradición latinoamericana optar por políticas proteccionistas cuando el comercio mundial más se expande.
En algunos países de la región ello vino acompañado de una versión caricaturesca de anti-americanismo y neo-dependencia. Los canadienses, dependientes de Estados Unidos en comercio, inversión y tecnología—lo cual, por cierto, no los ha hecho subdesarrollados, pobres, ni desiguales—siempre observan dichos argumentos con extrañeza. Así comenzó a declinar la adhesión a las normas y principios del capitalismo democrático, declinación auspiciada por la simbiosis Cuba-Venezuela y financiada por el petróleo de aquel boom de precios.
En el tiempo, ello resultó en una suerte de economía pseudo-socialista y un sistema de partido único de facto que se reproduce por medio de la cooptación del poder judicial y el control de la autoridad electoral. Y en colusión con los carteles del crimen organizado que financian campañas y eliminan a los candidatos que no responden a sus intereses.
Con dicha formula es posible “ganar” tantas elecciones como sean necesarias para perpetuarse en el poder. Comillas, precisamente, porque el ataque constante a la OEA y a sus misiones de observación electoral persigue neutralizar los mecanismos de fiscalización internacional.
La consecuencia de ello no es tan solo un hemisferio “dividido”, como lo caracteriza el Washington Post, sino también fragmentado, un continente a la deriva. Todo eso que se ha llamado “populismo”, “polarización” y otros conceptos afines, no es más que la fragmentación producida por la debacle institucional en curso.
Debacle en el más amplio sentido del termino. Se ha consolidado en buena parte de este “hemisferio fragmentado” un sistema de incentivos perverso, la desaparición gradual del Estado de Derecho, y una contracción económica producida por la pandemia, la inflación y una inversión crecientemente orientada hacia actividades ilícitas, con el consiguiente daño a la base fiscal de los gobiernos y el deterioro del nivel de vida y de la sociabilidad. Nuestras sociedades son anómicas, prevalece hoy un “sálvese quien pueda”.
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En este escenario, si Estados Unidos puede o no unir a las Américas es una cuestión empírica. El punto es si debe o no hacer el intento, que es lo importante. O sea, si la nación más poderosa del hemisferio debe involucrarse o no con sus vecinos. La crítica latinoamericana, y no únicamente latinoamericana, es casi siempre un contradictorio reproche adolescente. De “el imperio nos domina” se pasa sin escalas a una suerte de “América Latina no le interesa a Estados Unidos”. Ambas nociones son falaces, causa y efecto se confunden con facilidad en el complejo y fluido escenario de las Américas.
El Sistema Interamericano es un sistema, precisamente, y Estados Unidos es su centro de gravedad. Su involucramiento ocurrirá lo haga activamente o no, siempre ha sido así y no solo por tamaño y poder. En las gestas de la independencia; en el espíritu, si no la letra, de las constituciones de las nacientes naciones latinoamericanas; en sus sistemas presidencialistas y, para algunos, en su estructura política federal; desde el mismo origen se observa la inspiración de Estados Unidos.
Es solo que ahora debe involucrarse con convicción y hasta con un sentido de urgencia. Mientras escribo estas líneas, Maduro regresa “victorioso” desde Teherán. Ortega autoriza el ingreso de tropas rusas a Nicaragua. Y un avión de la iraní Mahan Air, empresa sancionada por Estados Unidos por sus vinculaciones con el terrorismo, está en Argentina luego de haber sido negado su aterrizaje en Paraguay y Uruguay. Y, por supuesto, China sigue haciendo buenos negocios en recursos naturales e infraestructura.
En las Américas de hoy, el desafío es civilizatorio. No será posible enfrentarlo sin Estados Unidos.