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Viernes, 22 de noviembre de 2024
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Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Ciudad-nación y globalización: por Asdrúbal Aguiar

Lea aquí la última columna de opinión de Asdrúbal Aguiar.

Sin contrapartida ni contrapeso en las raíces de una Ítaca posmoderna, la globalización busca cerrar su círculo con personas-datos, sujetos-usuarios, no-cosas, disponibles por los algoritmos y la inteligencia artificial, que son la negación del sentido de lugar y del trascurso de tiempo.

No hay constancia, por lo demás, del advenimiento de alguna hegemonía cultural sucesora como la que predican los gramscianos del progresismo globalista, salvo sus fuegos artificiales que abruman sin que afecten el claro dominio expansivo de la gobernanza digital y su necesario sostenimiento dentro de un mundo de usuarios al servicio de unas élites globales sin rostro; difícilmente reducibles al denunciado poder del capitalismo o del crimen organizado transnacional, pues, así como declinó en 1989 la planificación centralizada moderna los mercados competitivos son, esta vez, una antigualla. Desaparecen tras las emergentes tecnologías de eliminación (TdE), dentro de un novedoso capitalismo de vigilancia como el que nos describe Shoshana Zuboff, catedrática de Harvard.   

Al plantear, por consiguiente, la idea de reconstituir nuestras raíces como ciudades-naciones en Occidente, de modo especial en las Américas y en Venezuela, o con vistas a que se tenga conciencia de esta y su carácter esencial para la civilización judeocristiana que nos amalgama, no lo hago como una forma de negación de las tendencias hacia la globalización que dominan desde hace 30 años.

Recrear a la nación – así lo entiendo desde cuando leo el opúsculo que recibo de manos del arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, su autor, en 2005: La nación por construir: Utopía, pensamiento y compromiso – lo veo como el desafío agonal de la convivencia civil, para evitar, como lo predicara Juan Pablo II, “el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético”. No por azar, tras la apertura de las puertas de Brandemburgo, el signo de la unidad totalizadora de la globalización se ha vuelto un oxímoron.

Como lo expresa el mismo Bergoglio, “en su forma actual fomenta el desarraigo, la pérdida de certezas, uniforma al pensamiento – que es el no pensar, para que los sentidos se desplieguen al máximo bajo los efectos de la gobernanza digital en cierne, agregaría yo – y elimina la diversidad constitutiva de toda sociedad humana”. Todo ello, a pesar de que la propia globalización, para sostener la incertidumbre que facilite la acción de sus redes tecnológicas y ahora cuánticas, no solo haga de la persona un mero código o número dentro de sus grandes plataformas: “consumidores de mercancías”, como les califica el Cardenal Bergoglio. Vuelve rompecabezas a su identidad natural y social dentro de la ciudad hasta disolverla en identidades artificiales varias, subjetivas y al detal, que excluyen a los no semejantes; de suyo corren en línea contraria al derecho a la paz por fomentar el antagonismo, una renacida lucha social entre “clases” que son obra de la arbitrariedad, y apagan a la democracia por ser un derecho integrador de todos los derechos fundamentales.

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De modo que, al hacerse referencia, como en una vuelta hacia las raíces y a fin de superar lo que predomina: la discontinuidad con la memoria y con la historia, presentándosela como algo que avergüenza, el desarraigo espacial o el abandono del lugar, del terruño, de la ciudad-nación que antes ofrece identidad entre los diversos, en lo sucesivo se diluye tras la preeminencia de la “segmentación de los grupos humanos” y su atadura a proyectos huérfanos de trascendencia por discontinuos, “sin referencias espaciales ni continuidades temporales”.

En fin, “la caída de las certezas” por obra de la fragmentación señalada, termina rindiendo culto al relativismo, cuestionando el sentido de la razón humana e incidiendo en una “cultura de la calle” dominada por el pensamiento débil, por lo que la tarea pendiente es la de volver a pensar.

De allí, entonces, la importancia que atribuyo a la definición que de la nación o la patria nos lega el patricio Miguel J. Sanz: acaso conscientes de que, por naturaleza, todos a uno acusamos, sí, límites ínsitos o inherentes, invariables, y que por ser nosotros, en tanto que personas sujetos perfectibles – unos, únicos, llamados a ser personas en nuestra relación con los otros – hemos de bregar y dominar, antes bien, las limitaciones, que no son otra cosa que la más acabada expresión de la libertad; pero tal y como lo apunta, citando a Epicteto, la pluma aguda de Rafael Tomás Caldera (“Defensa del límite”, La Gran Aldea, octubre 7, 2022): “Hay, en lo que existe, cosas que dependen de nosotros, otras no”.

Así que, cuando la Conferencia Episcopal Venezolana nos plantea reconstruir nuestras raíces, como Bergoglio se lo ha planteado a los argentinos: “volvamos al núcleo histórico de nuestros comienzos, no para ejercitar nostalgias formales, sino buscando la huella de la esperanza”, ya que “ser pueblo [o nación, o patria] supone, ante todo, una actitud ética que brota de la libertad”, mi respuesta es la de ser llegada la hora de asumir este reto.

Acerca del mismo escribo manera amplia y defino sus contornos histórico-temporales y argumentales, en mi estudio preparado para la Academia de Mérida (La conciencia de nación: Reconstrucción de las raíces venezolanas, Miami, 2022), que luego resumo en mi discurso ante la misma con motivo de mi incorporación como miembro de honor.

Ante el Deus ex machina de los griegos, resucitado para darle punto final al sentido del tiempo y ante la «deificación» del cosmos, ambos reflejos de paganismo, el camino, como lo sugiere Agustín (José Luis Villacañas, Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana; Una genealogía de la división de poderes, Trotta, Madrid, 2016) y lo considera innovador para Occidente y su cultura, es el identificar “la irracionalidad humana, el mal humano” para forjar una nueva y contemporánea teoría de la racionalización subjetiva; la de la vida personal y social de un sujeto objetivo y militante que es capaz del “regreso del alma al origen, a la patria” de la que partimos, como lo precisa este Santo que es Padre de la Iglesia.

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