Por: Asdrúbal Aguiar
La atención por Venezuela del caso que sobre la reclamación de la Guayana Esequiba cursa ante la Corte Internacional de Justicia, a instancias de la República Cooperativa de Guyana, es algo vital si acaso nos importa sostener en pie a los venezolanos el andamiaje moral de nación que nos integra; que es algo más y de suyo – la nación – el contenido de una república constitucional que se nos ha pulverizado a partir de 1999.
Se comprende que el asunto, como debería ser, ha perdido su razón como causa nacional. La fue a lo largo de todo el siglo XX, antes del camposanto de sobrevivientes en que se ha transformado el territorio que nos aporta identidad.
Cuando los ingleses, sumidos en su proverbial desdén imperial hacia nosotros ocupan con sus comisarios y banderas las bocas de nuestro río madre, el Orinoco, y fijan estas en Punta Barima, Diego Bautista Urbaneja, canciller del presidente Guzmán Blanco, advierte en 1887 sobre “la herida mortal a la soberanía” que se nos infligía.
Así que, si cierto es que la cuestión que ahora se debate en la Corte Internacional de Justicia y a la luz del Acuerdo de Ginebra de 1966, podrá resultarle críptica a los más, pues se trataría de deconstruir, jurídicamente, los contenidos del laudo arbitral que, dictado en París en 1899 nos confiscó la casi totalidad del territorio colindante con el río Esequibo a fin de determinar la validez o no de lo allí fallado, tras ello existe una historia de atropellos a la dignidad venezolana que sólo podrán hacerla valer sus dolientes.
Es legendario el desprecio con que Gran Bretaña nos trata – a la que el Padre Libertador le dio todo y con ella hasta se endeudo durante las guerras por la Independencia y hasta les arrendó grandes espacios de nuestro Estado Bolívar – durante la firma del Protocolo y del Tratado para el Arreglo de la Cuestión de Límites que originaran al arbitraje del despojo, suscrito en Washington en 1887 mientras gobernaba en Caracas el general Joaquín Crespo. En carta que envía el embajador británico a Lord Salisbury, su superior, le confiesa que había entendido “que la cuestión sería arbitrada precisamente como si la controversia fuera entre Gran Bretaña y Estados Unidos [y no con Venezuela], por la razón, entre otras, que no conocemos un jurista venezolano digno de ese nombre, o a quien nosotros consentiríamos que le fuera confiada la función de árbitro”.
Es de esperar ahora, por ende, que esta vez no ocurra lo que experimentó Alejo Fortique en 1844, luego de alcanzar con Lord Aberdeen una transacción amistosa consistente en el trazado de una línea entre el río Moroco y las bocas del Orinoco; con el compromiso nuestro de no ceder el río o partes de él a potencia extranjera alguna. El flemático Consejo de Gobierno, desde Caracas consideró “deprimente para la dignidad nacional” aceptar lo que la misma Constitución ya establecía, a saber, la prohibición de enajenar el territorio de Venezuela. Los venezolanos decían de Fortique, estadista y doctor en jurisprudencia de nuestra Pontificia Universidad, acreditado desde 1838 para esa tarea, que era un mal negociador. Y le escribe este al presidente Carlos Soublette previniéndole sobre lo fatal: “temo que perdamos soga y cabra” y “el Orinoco se pierde al otro día de haber entrado Lord Palmerston – adversario de Aberdeen – al ministerio”. Fortique fallecerá de regreso a Londres, en 1845, después de alcanzar que España nos reconociese como Estado independiente.
El Marques de Rojas – hecho tal por el Papa León XIII, quien media en nuestra controversia por el Esequibo – sucesivamente le propondrá a Inglaterra la misma fórmula encontrada por Fortique en 1881, llevando una milla hacia el norte la extensión de las bocas del Moroco para trazar la línea divisoria planteada. El padre del general Guzmán Blanco, Antonio Leocadio Guzmán, consejero de la cancillería, le acusa de traidor a la patria por lo de esa milla. El presidente le exige retirar su carta. No fue necesario. Le fue rechazada y el Marqués dimitió. “La enojosa cuestión de Guayana entre ambos países habría sido arreglada, sin necesidad de arbitramento”, referirá éste en su libro Tiempo Perdido, que edita en París en 1909.
Rojas le pasará a Antonio Leocadio su factura. Engolosinado junto a su hijo con las celebraciones del centenario de la muerte de Simón Bolívar y preparando su discurso de orden, el Marqués publica en Paris, en 1883, en biografía que escribe sobre este, el texto del decreto del Congreso de Valencia de 1830 que el propio Guzmán refrenda condenando al Libertador.
Con el general Guzmán Blanco la cuestión del Esequibo será, al término, más desdorosa. El ministro inglés de relaciones exteriores, Rosebery, rescata las propuestas de Fortique y el Marqués de Rojas y las mejora para resolver el entuerto, sugiriendo que el trazado de la divisoria se hiciese por un árbitro o una comisión mixta entre el río Esequibo y las bocas del Orinoco; pide, sí, para este, libertad de comercio y navegación. Pero más preocupado por el arreglo de las acreencias y el otorgamiento en Europa de contratos para la explotación de los territorios de Guayana, como el dado al norteamericano George Turnball, a quien le vende 500 hectáreas en el Distrito Manoa y la mina de Hierro Imataca, Guzmán Blanco rechaza la propuesta. Raimundo Andueza Palacio y su canciller, Marco Antonio Saluzzo, lo acusarán ante el Congreso por su negligencia y haber roto las relaciones con Gran Bretaña.
Anteayer como ahora, por lo visto, mientras se remata a discreción el menguado patrimonio de Venezuela entre capitalistas golondrinas y potencias extranjeras, los jueces de La Haya y los venezolanos permanecemos a la expectativa. El gobierno se atrinchera en su delirio bolivariano: “atribuir a un magistrado republicano, una suma mayor de autoridad que la que posee un Príncipe constitucional”; que sí lo fue, casualmente, el Autócrata Ilustrado, el Ilustre Americano.
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