Al escribir en 2008 mi libro El derecho a la democracia, desarrollo del discurso con el que me incorporo a la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, dejo atrás la visión procedimental o instrumental de la misma democracia como mecanismo para la organización del poder. Las luces de mi amarga experiencia con el referéndum revocatorio de 2004 en Venezuela y su forzado desenlace «utilitario» de manos del Centro Carter, acompañado por los gobiernos extranjeros que tres años antes habían suscrito la Carta Democrática Interamericana, fueron laboratorio propicio y experimental.
Le doy pivote a la idea seminal del «derecho humano a la democracia», entendiéndola como experiencia de vida personal y ciudadana. Intento aprehenderla dentro de la idea de la nación, que en América es ajena a la perversa desviación europea de los nacionalismos. La entiendo como categoría cultural integradora, que armoniza y despliega la diversidad sin volverla rompecabezas y apenas la totaliza, para lo ciudadano, bajo la premisa de que todos a uno – lo decía Miguel J. Sanz – hemos de ser libres como debe serlo.
Miro al Estado, por ende, como un ropaje de circunstancia, casa de citas de élites políticas y económicas que se retroalimentan para servirse a sí, pero cuyo cuerpo real lo constituyen «lugarizaciones» e historias humanas varias, ciudades distintas que le dan vida a una nación. “Una civilización es ante todo un urbanismo”, recuerda Octavio Paz.
El expresidente Valentín Paniagua, conductor de la transición en Perú, a propósito de mis reflexiones en el señalado libro me observa la afectación grave que ya acusan los estándares históricos de la democracia renovados en la Carta de 2001 y que describo con soportes jurisprudenciales.
Estimaba él, con lucidez, los efectos deconstructivos inevitables y coetáneos al reacomodo global que suscitaba no tanto el agotamiento del modelo soviético – que ha sido contracara y espejo-contrapeso – sino el ingreso de la Humanidad a la civilización digital y cuántica. De suyo quedaban comprometidas las bases espaciales y temporales del ejercicio del poder y del desempeño tenido por la política a lo largo de la milenaria historia de los hombres y de los pueblos. En Occidente, justamente, más ha dominado el Leviatán como artificio que las esencias de su mestizaje cultural e Inter temporal recogidas en los espacios-ciudades que las agregan. Aquél las diluye y condena.
Hasta el tema de la paz lo perturba el «quiebre epocal». Provoca divisiones en las voluntades de los Estados, al punto que cabe referir lo que presencio en 1999 como cabeza del Comité de Redacción de la UNESCO sobre el derecho humano a la paz convocado por Federico Mayor Zaragoza. El texto nace de un consenso racional práctico y una ética de mínimos universales. Es la obra del catedrático de Estrasburgo Karel Vasak, el excanciller uruguayo Héctor Gros Espiell, el juez hindú de la Corte Internacional de Justicia Raymond Ranjeva, el director del Instituto Noruego de Derechos Humanos Asbjørn Eide, el recién fallecido juez de la Haya Augusto Cançado Trindade, con quienes me encuentro previamente en Oslo.
Entendemos a la paz, todos a uno, como un derecho a un orden pendiente de implementarse desde 1948, constante en la Declaración Universal: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”.
Apoyado por árabes e israelitas, africanos y latinoamericanos, sin embargo, se frustra el proyecto ante el cínico rechazo de una Europa culturalmente confusa y los países nórdicos que, a la sazón, se muestran como paradigmas en materia de derechos humanos. Priva el negocio de la guerra y la lucha contra los terrorismos locales.
Pasadas más de dos décadas sobran, sin que se los atiendan con fines terapéuticos, los que fueran síntomas y en la hora que corre claras demostraciones del terremoto histórico que todo y a todos nos envuelve. Y he de repetir que, sin su adecuada comprensión mal se le podrá reconducir por fuerzas distintas a las destructivas de los sólidos culturales que lo caracterizan entre nosotros y desde un anclaje antropológico renovado.
En mi libroCalidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (Miami, 2018), advierto sobre la paradoja del incremento de elecciones en el siglo XXI, que a la par vacían de modo proporcional los contenidos de la democracia. Agrego, además, a la inflación cuantitativa y cualitativa que ocurre en el conjunto de los derechos humanos conocidos al punto de vérselos como derechos al detal y a la diferencia, desnaturalizados – no son más todos para todos – mientras decrecen sus tutelas efectivas. Las violaciones de derechos se hacen sistemáticas, se las somete al debate y escrutinio de la conveniencia diplomática con mengua de la actuación de la Justicia.
Así también, mientras avanza el «quiebre epocal» y después de haberse sostenido la invalidez de las leyes de punto final que aseguraran el castigo de los criminales de lesa humanidad en Chile, Argentina y Uruguay, se ha pasado la página. Se habla ahora de «justicia transicional». Al crimen organizado y globalizado se le matiza y atenúa. Se arguye, por los sectores que se suman a la deconstrucción de ciudadanías culturales y la expansión ilimitada de neo identidades, que este es la consecuencia de deudas sociales insatisfechas. Cabe privilegiarlas en toda negociación, afirman y Venezuela vuelve a ser el ejemplo.
En suma, la inadecuada ubicuidad dentro del contexto señalado o la incapacidad para su comprensión impide que asimilemos lo que con aguda presciencia observa, antes de la caída del comunismo, un maestro argentino del Derecho y las relaciones internacionales, Juan Carlos Puig: “Hay quienes dicen – y con razón – que la crisis que vive la Humanidad no es simplemente el anuncio de una nueva época histórica. Toda una era en la evolución geo-bio-morfológica terráquea está llegando a su final: la del laboreo de los metales comenzada hace más o menos veinte mil años en el cuaternario”.
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