Por: Asdrúbal Aguiar
Distintos libros se han escrito y no pocas reuniones se celebran acerca de la llamada democracia digital, en suerte de aporía pendiente de ser resuelta y que compromete cuestiones antropológicas y normativas de un hondo calado. Algunos la usan con liberalidad para referirse a la comunicación política en la Era de la hipermediación, a la Ciudadanía 3D, a la democracia electrónica o la democracia digital deliberativa, o intentar explicar con ella las nuevas tecnologías de representación mientras otros, más cautos, una vez como abordan la cuestión del Internet a fin de auscultar el futuro de la democracia la sitúan con mejor pertinencia: Democracy in The Digital Age o Defending Democracy in a Digital World .
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Stefano Consonni, en artículo “Che cos’è la democracia digitale” y al tratar sobre la cuestión en 2019 parte para su análisis de una cita que a mi juicio aclara el verdadero panorama tras el rótulo incitador y de moda mencionado: “Sukkind no tiene dudas al sostener que el futuro de la política estará en la regulación de sus relaciones con la tecnología”. Por lo que, de entrada y a mi juicio, adquiere pertinencia el lúcido ensayo de César Cansino sobre La muerte de la ciencia política (2008):
“Desconectada de la vida social y cultural de los pueblos, colonizada por métodos propios de otras disciplinas, ahogada por el dato duro y encorsetada por la hiper especialización, agoniza”. De donde cabe preguntar si ¿estará pasando lo mismo con la democracia, al calificársela de digital?
Lo que sí cabe subrayar es que, al hablarse de la política, a saber, de la justificación de lo que debería o no hacer el Estado moderno declinante o sobre el uso del poder y acerca de las decisiones en cuanto a su configuración desde la perspectiva de una gobernanza digital en curso de afirmación, en modo alguno resultaría criticable que se la subsuma o rotule como «política digital». Empero, al hablarse de la democracia se ha de tener mayor prudencia.
La democracia es una forma de vida y un estado del espíritu, no se reduce al simple proceso electoral o decisional tal como lo advierte Norberto Bobbio (1981), al precisar que “la libre determinación de la voluntad individual (se entiende por “libre determinación” aquella que se toma frente a diversas alternativas, a través de la ponderación de los argumentos a favor y en contra, y no en las situaciones sin alternativa, y en todo caso no por miedo a consecuencias graves para la persona o sus bienes) requiere como supuestos una serie de condiciones preliminares favorables (reconocimiento y garantía de los derechos de libertad, pluralidad en las tendencias políticas, libre competencia entre ellas, libertad de propaganda, voto secreto, etc.) que anteceden a la emisión del voto y también, en consecuencia, al funcionamiento de la regla de mayoría, que es pura y simplemente una regla para el recuento de votos”. Ella, la democracia, ciertamente incide sobre lo que ha de hacer o no el Estado y sobre las formas para la adopción de decisiones legítimas acerca del poder y su disposición, pero en el caso no es, por lo antes dicho, adjetivable o sujetable a parámetros tecnológicos.
No es fácil definir a la democracia digital, según Consonni, pues la democracia implica, en efecto, “un conjunto de prácticas, estructuras, instituciones, movimientos”. Aun así, al cabo no se arredra y lanza su aventurada conclusión: Es la “práctica de la democracia a través de la utilización de instrumentos y tecnologías digitales con la finalidad de expandir e intensificar la participación democrática”.
Nadie duda, cabe admitirlo, sobre la capacidad de relacionamiento intensivo y extensivo que entre las gentes ocurre desde el instante mismo en el que toman cuerpo dominante las grandes revoluciones tecnotrónicas posmodernas, en lo particular a partir de 1989, sobre todo con el énfasis que adquieren treinta años más tarde, desde 2019, a raíz de la pandemia universal del COVID. Me refiero a las revoluciones digital y de la inteligencia artificial (IA).
Pero acudiendo al otro Susskind, no al Jaime del articulista mencionado, cabe reparar en algo que a aquél bien le inquieta y me facilita formular otra pregunta o hipótesis de trabajar a partir de una definición de la NASA, útil para comprender a cabalidad el sentido de la aporía señalada: ¿Podremos escapar – el poder y la democracia – del agujero negro, de cuya fuerza gravitatoria tan fuerte y superior a la velocidad de la luz tampoco escapa siquiera la propia luz?
La controversia científica sobre las leyes últimas de la naturaleza, a tenor de Leonard Susskind, autor de La guerra de los agujeros negros (2009), refiere que desde Einstein la relación espacio-tiempo se ha hecho flexible; no obstante lo cual Stephen Hawking imagina, en 1976, que los agujeros negros eran “las trampas definitivas” en las que, lanzados dentro de éstas un trozo de información, un libro, incluso un ordenador, los perdería para siempre el mundo exterior y de manera irrecuperable. Por lo que, “la ley de la Naturaleza más básica – la conservación de la información, base del conocimiento humano racional y de toda elección informada – estaba en serio peligro”.
Sin contrapartida ni contrapesos – como lo serían las «lugarizaciones», tras el restablecimiento de una sana conciencia de nación en Occidente – en la Ítaca posmoderna la globalización digital busca cerrar su círculo con personas-datos, sujetos-usuarios, no-cosas, disponibles por los algoritmos. No hay constancia, entre tanto, del advenimiento de otra hegemonía cultural sucesora de la hasta ahora existente y que declina, como lo predican los gramscianos del progresismo globalista, salvo sus fuegos artificiales que abruman sin que afecten el claro dominio expansivo de la gobernanza digital y unas élites globales sin rostro.
Hasta los mercados competitivos de la economía se muestran como antiguallas y desaparecen, por efecto de las emergentes Tecnologías de Eliminación (TdE) dentro de ese novedoso capitalismo de vigilancia descrito por la socióloga Shoshana Zuboff.
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