La ruptura o alteración constitucional, que bien pudo ser una u otra la hipótesis del llamado golpe de Estado ejecutado en doble vía, según las posturas interesadas, por el ahora expresidente José Pedro Castillo Terrones o por el Congreso de mayoría opositora, empeñado en declarar la vacancia de este por razones morales, es un capítulo más. ¿Acaso será el último dentro del proceso de deconstrucción social y política muy profunda que vive el Perú? Es extraño que su economía siga funcionando en ese contexto.
El secretario de la OEA, Luis Almagro, habla de la ocurrencia de una alteración, tal como la señalan los artículos 19 y 20 de la Carta Democrática Interamericana. Pero mal ya podrá ser movilizada para la aplicación de sus consecuencias, dado el breve término de 2 horas y 30 minutos que han tomado los sucesos en la otrora nación de los incas. La felonía abre, se consuma y tiene un feliz desenlace. Recomponer el hilo constitucional casi que fue la obra de la instantaneidad digital.
Hubo ruptura en el momento mismo en que el presidente Castillo disuelve al Parlamento, afectando el principio de la separación e independencia de poderes. ¿Pero podría probarse que en su caso no provocó tal ruptura ni alteración, pues usó de la facultad constitucional que le permite, a tenor del artículo 134, disolverlo y convocar nuevas elecciones cuando el Congreso le ha quitado su confianza o censurado por dos veces al Consejo de ministros? No hubo tiempo para ello.
¿Hubo o no alteración de la Carta Democrática ante el intento sostenido por el Congreso de vacar a dicho gobernante por “permanente incapacidad moral”, como lo sugiriese la misma OEA al enviar una misión a Perú y entendiendo, probablemente, lo difuso y arbitrario de una acusación de tipo “moral” que ha derrumbado a varios presidentes?
La fuente de la desestabilización institucional que padece la otrora nación de los incas no cabe duda – a la par de la corriente deconstructiva política que anega a toda la región – que encuentra su fuente en la actual Constitución. En el curso de apenas seis años ha conocido a seis (6) jefes de Estado, si agregamos a la vicepresidenta que asume luego de vacado Castillo en un pugilato que se lo gana un Congreso hecho hilachas y en medio de una crisis inter partidaria que no lograron resolver las últimas elecciones generales.
¡Y es que el Perú, su pueblo, responsable como todo pueblo de sus propios trastornos y falencias ante los que mal puede declararse ajeno, durante su última hornada comicial se debatió entre dos liderazgos que ahora tienen en su haber la clausura de sus congresos! Alberto Fujimori lo hace en 1992, dando lugar y motivo a la adopción de la Carta Democrática de 2001, mientras su hija Keiko, se divide de por mitad la torta electoral con Castillo, sin lograr su objetivo.
No se olvide, por lo demás que, en ese caldo de cultivo los condimentos corrosivos de la moral política y democrática peruana proceden del morbo de una corrupción metastásica forjada durante los gobiernos de Hugo Chávez Frías en Venezuela (1999-2012) e Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil (2003-2010), expandida hacia toda la región por estos. He allí el traumático suicidio del expresidente Alan García, la persecución criminal internacional de Alejandro Toledo, la caída del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, tras la cuestión de la Odebrecht.
En esa sucesión de desdorosos hechos es que Castillo toma su decisión igualmente suicida, si bien en el plano de lo político y ganándose un humillante arresto, a pocas horas de haber recibido el espaldarazo del Grupo de Alto Nivel de la Organización de Estados Americanos (OEA). Este era el encargado de analizar la afectación del desarrollo del proceso político institucional democrático peruano y exhortaba al diálogo entre los distintos actores políticos, de suyo poniendo la mirada acusadora sobre las iguales responsabilidades del Congreso al respecto.
En suma, puede decirse que la reacción inmediata de las Fuerzas Armadas y del Cuerpo Nacional de Policía, señalando no estar dispuestas a acompañar la “alteración” constitucional provocada por su “Jefe Supremo”, dentro de un modelo normativo en el que este, al paso, está “obligado” a poner bajo disposición del presidente del Congreso los efectivos militares que le solicite, fue el aldabonazo que hizo reaccionar al conjunto de las élites políticas peruanas – incluidos ministros del presidente Castillo y otros poderes del Estado – para que la situación no se fuese al despeñadero.
Que se afirme, entonces y formalmente, que operó con regularidad la sucesión constitucional y han de sentirse orgullosos todos por las fortalezas de una democracia que sólo es imaginaria, le vale bien el dicho criollo: es una ilusión de tísicos. Los antecedentes abonan en otra vía, muy empedrada, que tampoco cuenta para su despeje con un sistema interamericano que pueda decirse eficaz y celoso guardián de las democracias bajo la égida de una Carta que siempre han vapuleado los corrillos de la diplomacia; sólo la salvan como patrimonio intelectual las enseñanzas constantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a la manera de un convento medieval.
La cuestión peruana, así, podría volverse un eje crítico dentro del necesario proceso de reinvención de la democracia que reclama América Latina, a fin de que puedan contenerse su acelerada deconstrucción cultural y las expresiones violencia conocidas e hijas de la incertidumbre en boga, como las que tuvieron lugar en USA, Colombia, Ecuador, Chile. No es desestimar que los signos del acomodo de las placas tectónicas que han movido el piso en América Latina durante los últimos 30 años, fracturando a sus estructuras sociales y de poder, puedan ser leídos con esperanza tras las inmediatas reacciones de rechazo a la iniciativa de Castillo por gobiernos muy próximos a su corriente, como el argentino y el que se inaugura en Brasil. No obstante, median narrativas melifluas en La Habana, Bogotá, Caracas y Ciudad de México.
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