La crisis chilena de los setenta ocurrió sobre la base de un sistema político históricamente dividido en tres tercios. Fue precipitada por un creciente conflicto ideológico entre derecha e izquierda y un centro que, al implosionar, dejó de cumplir su función moderadora. Agudizando el problema, ello estuvo acompañado de transformaciones estructurales que afectaban a diversos intereses sociales.
Así fue la “vía chilena al socialismo” de Allende, proyecto de un gobierno llegado al poder con el 36.63% de los votos mientras el segundo, Jorge Alessandri, había obtenido 35.29%, una diferencia de 1.34%. El golpe de 1973 sorprendió por su violencia, pero la crisis política subyacente era conocida y debatida, consecuencia de una receta infalible para la inestabilidad: polarización e intransigencia, robustecidas por el empate electoral.
Los años de Pinochet también se caracterizaron por un proyecto de cambio estructural, en este caso de dirección opuesta e implementado por la fuerza: estabilización draconiana con un enfoque monetario de la balanza de pagos. Ello produjo desindustrialización y endeudamiento, exacerbando los conflictos sociales. Recién en la segunda mitad de los ochenta el gobierno militar encontró la fórmula adecuada para poner en marcha la exitosa economía exportadora.
Se olvida hoy que la transición fue posible porque un sector importante de la derecha se distanció de Pinochet, votando por el “NO” en el plebiscito de 1988, y que el desempate de los tres tercios ocurrió al conformarse una alianza de centro-izquierda, la Concertación. Que también resolvió la intransigencia al gobernar por medio de la negociación parlamentaria, con racionalidad macroeconómica y respeto a los derechos de propiedad. Ese fue el Chile de toda una generación: estable, próspero, con marcada disminución de la pobreza y, si bien de manera más modesta, descenso de la desigualdad.
Sin embargo, ello no alcanzó para resolver la exigua movilidad social ascendente y las antiguas desigualdades de status. Es decir, a pesar del salario real en aumento y la pobreza en disminución, son el color de la piel y el origen social, si no el estigma del colegio, los que continúan definiendo el reconocimiento social. Una mejor distribución de los recursos materiales no necesariamente distribuye dignidad. Con lo cual bien puede ocurrir que un aumento del 4% en la tarifa del Metro derive en un estallido social, el de 2019.
En este contexto transcurre el mecanismo diseñado para estabilizar al país: una asamblea constituyente al mismo tiempo que una elección presidencial, ambas bajo un sistema electoral de voto voluntario; es decir, con baja participación. Nada de eso es una buena idea: Chile tendrá un nuevo presidente antes que las instituciones fundamentales estén en su lugar, empezando por la mismísima constitución. Otra receta para la inestabilidad.
Sobre el punto, en la elección pasaron a segunda vuelta José Antonio Kast del conservador Partido Republicano, con 27.91%, y Gabriel Boric de la coalición de izquierda Apruebo Dignidad, con 25.83%. Ambos expresan visiones irreconciliables, de ahí la polarización intransigente y, además, con preferencias electorales empatadas.
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Las gruesas pinceladas de la historia son persistentes, solo que ahora regresan con un apoyo social mucho más tenue. No es una versión mejor, se trata de una sociedad disconforme y al mismo tiempo desafectada de la política.
En el medio queda la fragmentación, un centro político invertebrado y difuso; un centro por omisión más que por acción. Los partidos de la Concertación, coalición de gobierno entre 1990 y 2010, obtuvieron 11.61% de los votos apoyando a la Demócrata Cristiana Yasna Provoste. Ni más ni menos que la licuación de los partidos históricos, los que reconstruyeron la democracia y pusieron al país en el camino del desarrollo.
Y aún así allí está el votante medio, una amplia franja que decidirá la elección. Quedan 46 puntos que elegirán al presidente, la mitad del país entre los dos extremos. Kast deberá distanciarse de Pinochet y de su propia misoginia; nadie puede ser electo prescindiendo del electorado femenino. En la noche de la elección fue pragmático, con un discurso más inclusivo y hablándole al independiente sobre sus preocupaciones inmediatas, crimen y narcotráfico.
Para Boric el desafío será distanciarse del Partido Comunista, lo cual es más difícil ya que lo tiene en casa marcándole la cancha con su rancio stalinismo. Esa misma noche de la elección le habló a su base con los temas habituales. Innecesariamente, ese es un voto que ya tiene. En días subsiguientes agregó la cuestión de la inseguridad, por cierto que de manera ad-hoc.
El próximo presidente será quien logre correrse al centro con éxito. El problema es que el centro político debe cohesionarse de manera instantánea para poder negociar la segunda vuelta de forma orgánica, mucho más para garantizar los votos que prometa y acordar una coalición parlamentaria que honre sus posiciones en la legislación. El presidencialismo de coalición es posible, pero requiere partidos sólidos.
Igual con el Ejecutivo. Una vez que el nuevo presidente llegue a La Moneda, quien sea de los dos, es difícil imaginar que alguien esté en condiciones de exigir una gestión de gobierno que represente a esa ancha franja de votantes. A propósito, el Partido Socialista y el Partido por la Democracia, otrora miembros de la Concertación, ya han comprometido su apoyo a Boric sin condiciones.
El sistema electoral de doble vuelta, ballotage, invita tendencias centrípetas y ofrece una oportunidad más. De otro modo, Chile ya tendría un presidente con menos del 28% de los votos, del 47% que acudió a las urnas. La aritmética retrata por sí misma la fragilidad institucional, lo dudoso es que los lideres políticos sepan usar esos instrumentos para construir mejores consensos y estabilizar al país.
Ello por lo dicho antes: polarización, intransigencia y empate, con profunda desafección de la sociedad y sin una constitución en vigencia no es un buen pronóstico de gobernabilidad.
Por: Héctor Schamis