El 1ro. de enero de 2024 la Corte Suprema de Israel vetó la enmienda a la “Ley Básica”, precepto cuasi constitucional del Estado. Impulsada por el gobierno y votada por la coalición parlamentaria oficialista en julio pasado, su objetivo era limitar la aplicabilidad de la “Doctrina de la Razonabilidad”, cuerpo jurídico por el cual el Poder Judicial fiscaliza las decisiones del gabinete y los ministros, pudiendo incluso desautorizarlos.
Nótese que esta sentencia tiene lugar después de la masacre del 7 de octubre. En guerra, cuando el ejecutivo por lo general aumenta, no reduce, su discrecionalidad. Esto que es norma en una autocracia, sea Putin en guerra o Maduro buscando la suya, también ocurre en democracia. George W. Bush, por ejemplo, invadió Afganistán e Irak a través de una amplia delegación del Congreso, la autoridad constitucional de última instancia en dicha materia.
Todo lo cual subraya aún más la extraordinaria trascendencia del fallo. Israel reafirma así su arquitectura institucional originaria: la independencia de la justicia y la separación de poderes para limitar al gobierno, la única manera de preservar las libertades civiles y los derechos de las minorías. Es decir, un orden político y jurídico que refuerza y reproduce valores y procedimientos democráticos.
En guerra, en un Medio Oriente poblado por despotismos y en un mundo en contracción democrática, esto hace al Estado de Israel singular. Precisamente, la sentencia de la Corte está enraizada en la cultura democrática de su sociedad, una isla de constitucionalismo liberal en una región que, si acaso, lo ha conocido en cuentagotas.
Es por su apego a la cultura democrática que las críticas más implacables al fundamentalismo religioso de la coalición de Netanyahu y a su política hacia Cisjordania tengan lugar dentro de Israel. Y de ahí que las voces más enfáticas en favor de un Estado Palestino—la fórmula “two-state solution”—originen en la propia sociedad civil israelí, justamente, incluyendo las asociaciones de reservistas del ejército, nada menos.
Lo anterior hace a Israel indispensable para los valores y principios de Occidente, y por supuesto, para el pueblo judío dicha indispensabilidad ha adquirido mayor sentido después del 7 de octubre. Es así dentro de Israel tanto como en la diáspora, sionistas y no sionistas por igual.
Desde esa fecha he escuchado y leído la repetición de un razonamiento de 1948, fecha de fundación del Estado: “Ahora tenemos Estado y ejército. No volveremos a subirnos dócilmente a los trenes. Ahora sabemos que será ‘Nunca Más’”. No es una reflexión trivial.
Es curioso. El Estado de Israel es requisito existencial para los judíos, pero no debería ser menos para los no judíos. El antisemitismo extendido y transformado en movimiento social, como ha ocurrido en la historia y está volviendo a ocurrir, siempre ha anunciado horrores más grandes. Ha sido un preludio de crímenes, el genocidio entre ellos.
Por ello es que la persecución de los judíos debería preocupar a los no judíos. Como la histórica persecución de los coptos en Egipto; las leyes contra la blasfemia en Pakistán que desatan la violencia contra la minoría cristiana; y la masacre de fieles cristianos en Nigeria esta última Navidad.
Es que el concepto “derechos de las minorías” es ajeno al Islam. Y no es solo la expulsión de judíos de países musulmanes a partir de 1948, pues también ha ocurrido con cristianos. Por ello es que Israel es el único país en el Medio Oriente donde el número de cristianos ha aumentado; de 34.000 en 1948 a 158.000 en la actualidad. No es casual, la protección de sus derechos está especificada en el ordenamiento constitucional del Estado.
El punto resulta contundente, expone una desgracia adicional. La mayoría de los manifestantes que marchan en Londres, París y Nueva York (¡y en Cambridge, Massachusetts!) cantando “del río al mar, Palestina será libre” son cristianos. La ignorancia siempre ha sido un ingrediente necesario en la receta del genocidio.
Estas incongruencias subrayan la corrosión causada por las falsas equivalencias y los relativismos morales de la época, prevalecientes en diversas narrativas periodísticas, campuses universitarios y gobiernos Occidentales. Por ejemplo, el número dos de Hamas fue asesinado en Beirut, se supone que por Israel. La interpretación predominante es que ello es una provocación y que otorga pretextos a Hezbollah para involucrarse en el conflicto y extenderlo a Líbano.
Macron, presto, conversó con funcionarios del gobierno israelí sobre el hecho, a quienes alentó a mantener el auto-control y les advirtió acerca de la necesidad de evitar cualquier escalamiento, particularmente en Líbano. El doble standard de Macron es por duplicado. Por un lado soslaya que Hezbollah es una organización terrorista, al igual que Hamas, que no necesita motivos para usar la violencia indiscriminada y la usa sin provocación alguna.
Por eso se trata de terrorismo. ¿Acaso la AMIA, Asociación Mutual Israelita-Argentina, provocó a Hezbollah en 1994? ¿O los misiles que lanza regular e indiscriminadamente sobre ciudades israelíes sí responden a una provocación de sus habitantes?
Su segundo doble standard amerita preguntarle por qué la lógica de la provocación y sus respuestas no cuenta para las 41 víctimas francesas asesinadas el 7 de octubre. Hasta ahora Francia no se involucró en el conflicto por perder sus ciudadanos en manos del terrorismo; por cierto, una notable forma de autocontrol del gobierno.
Y de apaciguamiento. Macron siempre apostó al apaciguamiento de Putin, ¿por qué no también de Hamas y Hezbollah? El espacio de la neutralidad y la equidistancia es angosto frente a criminales de lesa humanidad. Tratar de ocuparlo nos lleva a la penumbra moral que habitamos hoy.
Todo Estado es imprescindible para el pueblo que allí ha constituido su hogar jurídico y político. Pero algunos Estados además son indispensables para el mantenimiento de la paz y el derecho internacional, elementos que definen la existencia de un “sistema internacional” en el sentido estricto del término.
Algunos lo son por su poder estructural, la infraestructura militar y sus recursos económicos. Otros lo son por su poder moral y normativo, por los principios que forjan una civilización que merezca ser llamada como tal. Esos Estados son portadores de valores y, como tal, son testigos permanentes, memoria que da forma a la propia idea de Occidente.
Así como es necesaria la existencia de Ucrania, donde cada día de resistencia a Putin evoca el Holodomor de Stalin; la existencia de Bosnia es en sí misma testimonio del genocidio de Milosevic; y la existencia de Israel es indispensable para tener presente el Holocausto. En definitiva, para no olvidar, la única manera de no repetir. Pues una civilización sin memoria está condenada a su destrucción, por eso el Estado de Israel es indispensable.