El fenómeno de la deconstrucción que invade en Occidente a los ámbitos de la experiencia humana, sea la cultural como la religiosa y la política, es la consecuencia de un "quiebre epocal" actuante. Antes que al cese de la bipolaridad y del socialismo real a partir de 1989 – cuando se abre la Puerta de Brandemburgo y comunican como extraños quienes antes fuesen hermanos – me refiero a las revoluciones digital y de la IA o inteligencia artificial, pasadas por alto al enjuiciarse los hechos de nuestro tiempo.
USA creyó vencer en la justa y miope redujo su prédica al Consenso de Washington como dogma de fe. Le bastaba asegurar la disciplina fiscal, eliminar subsidios, aumentar el ingreso, liberar las tasas de interés y los cambios, acelerar los flujos de inversión extranjera, privatizar las empresas del Estado y promover la competencia desregulando y asegurando la propiedad privada para que todo funcionase, exitosamente, en el Hemisferio. No fue así. Lo prueban los 30 años transcurridos hasta 2019, cuando nos invade el COVID y arrasa con vidas y sistemas de salud a escala universal.
Observadas las cosas desde Venezuela se insiste con miopía igual que fuimos víctimas de un traspié y la conjura de fantasmas del pasado contra los tecnócratas de nuevo cuño. Es cierto que Cuba monta el andamiaje necesario – el Foro de São Paulo – para sostener a su casino de narco prostitución política tras el derrumbe de la URSS; tanto como que algunos de sus seguidores, piezas de un museo antropológico, ahora intentan deslindarse en busca de nichos mejor sincronizados con las agendas globales. Lo veraz es que todos a uno se apalancan sobre verdades a medias, engañosas, y con espíritu narcisista usan del “dataismo” para sólo atizar las polaridades desde sus trincheras. Entre tanto la IA se los engulle y cosifica, les vuelve insumos para sus algoritmos y avanza en una gobernanza global en la que no cuentan sus agotadas perspectivas.
Los actores y las élites del siglo XX, incluidos los sobrevivientes y causahabientes de ese mal llamado neoliberalismo – acuñado por los sobrevivientes del comunismo como un mantra del que no pueden desligarse – aún creen que llegará el momento de revertir el curso fatal de la historia que mal protagonizan; al paso borran de sus memorias, en el caso de Venezuela, los síntomas de la disolución social y deconstrucción ya presentes a raíz de El Caracazo y luego, en 1992, cuando unos militares felones forjan una "logia bolivariana": adanes a quienes les avergonzaba representar a la institución de las Fuerzas Armadas, como era lo propio del militarismo.
El dato de la realidad es que se han neutralizado recíprocamente, unos a otros, y se revelan incapaces de dar un golpe de timón que les saque del marasmo y al Occidente de sus tormentas. Entienden a la sociedad de la información desde sus andamiajes, para el control electoral y propalar Fake News. Ni Chávez ni Maduro abandonaron el poder formal de la utilería republicana en la que quedó transformado el Estado venezolano, una vez desmaterializado. Y quienes, desde las franquicias partidarias, dicen oponérseles tampoco desaparecen, mientras algunos se dejan ablandar por el agiotismo político.
Mal han entendido, unos y otros, el hondo calado de la ruptura epistemológica que aparejaran las grandes revoluciones tecnológicas y sus incidencias en la configuración de una nueva realidad humana, formada por ciudadanos huérfanos de Estado-nación y vueltos dígitos de un gobierno virtual que les penetra en sus sentidos e impide razonar para escoger libremente, en lo individual y en lo político. La cuestión de parcelar identidades al objeto de destruir los fundamentos culturales judeocristianos, tal como se lo enseña Antonio Gramsci a los herederos del marxismo, no pasa de ser un recurso táctico sin aliento. Ha alimentado, sí, al fenómeno de la deconstrucción.
La historia de los pueblos y del poder – he aquí lo central como vertebral – ancla, desde la antigüedad más remota, sobre dos referencias invariables, constantes e inseparables, el lugar y el tiempo. Conjugados han fijado el ritmo de nuestras vidas y sus velocidades, más allá de que Francisco observe que el tiempo importa más que el lugar. Éste aloja afectos y civilizaciones, mientras que aquél macera hábitos y costumbres intergeneracionales para el desarrollo de la personalidad por cada uno y se hacen leyes, patrones de comportamiento universales o bien particulares. En lo adelante, desde hace tres décadas, al lugar se le opone lo imaginario e inmaterial, inducido, y al tiempo se le opone el no-tiempo, la instantaneidad y su fugacidad. Todo fluye como en un mar de leva que destruye y deconstruye a su paso, sin dejar nada en pie al tratarse de un deconstructivismo sin columnas. Y es este el ecosistema en el que nos encontramos los venezolanos, sin Estado ni partidos, y la nación hecha hilachas.
Los náufragos del siglo XXI intentan salvarse a sí mismos y a través de las redes vierten sus angustias tanto como sus delirios, a la manera de irrealidades que chocan con la verdad objetiva; y atienden y responden de conjunto sólo al grito de quien les ofrece comprensión y acompañamiento genuinos, entrega desprendida. Acaso esperan que sus tragedias de huérfanos y desheredados derive en drama con alternativas. No se embarazan con las profundidades, pero buscan afectos sobre la superficie de las aguas encrespadas que les arrastran sin destino cierto.
Quienes vienen de los finales del siglo XX y son testigos del siglo XXI se dirán estoicos, realistas sin apriorismos morales para mejor entender al mundo de lo sensible, de suyo se creerán mejor preparados para trillar con lo novedoso en el metaverso; pero, tal como lo dirían los antiguos si nos mirasen desde sus espejos, las generaciones globales son adictas al placer como los epicúreos. Ven a los espacios vacíos y a sus átomos en movimiento indetenible, chocando al azar e innovando en el marco de libertades negativas, en búsqueda de liberarse de todo hado estoico.