El más reciente informe de la Misión Independiente de la ONU sobre los crímenes de lesa humanidad ocurridos en Venezuela, cuya línea de mando encabeza Nicolás Maduro Moros y para los que ha obrado una colusión en cadena entre los titulares de los poderes públicos, es desgarrador. ¡Clama al cielo! Hace inaceptable cualquier forma de normalización, pues media el mal absoluto, a saber, “la transformación obligada de la naturaleza humana de manera que lo esencial para vivir una vida humana queda aniquilada”. Sus líderes y cooperadores, tal como lo reseña la obra colectiva Del mal radical a la banalidad del mal (2012), ven a “los seres humanos superfluos”.
De allí que, ante ese Informe, que sigue y se acumula a los adoptados durante los años 2020 a 2023 y como descripción renovada de los círculos del infierno descritos por el Dante, cabe, la consideración de un testigo de excepción, el último Papa, Benedicto XVI, quien de visita a los campos de concentración e inclinándose desde su interior ante las víctimas que allí sufrieron y murieron, rezaba en 2006 lo siguiente: “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: Señor, ¿por qué callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”
¿Qué dicen o que deben decir sin callar, es lo que me pregunto y provoca una honda desazón, quienes aún creen que se puede aminorar o atenuar a ese mal absoluto radicado en Venezuela, o los que han sido y son funcionales o han cohabitado y aún cohabitan con sus responsables para no enojarlos y hasta usufructuarlos?
A propósito de los eventos previos y posteriores a la elección del 28 de julio, de conjunto los ha calificado la CIDH como expresiones de “terrorismo de Estado”. La ONU es más precisa y trágicamente elocuente: “Desde octubre de 2023 se reactivó la maquinaria represiva del Estado y se intensificó su funcionamiento en anticipación al proceso electoral… se tornó masiva e indiscriminada y se dirigió contra cualquier persona que expresó su rechazo a los resultados electorales”. “Esto generó un clima de terror generalizado en la población”, añade el Informe antes de observar – en una suerte de regreso imaginario a la Alemania nazi – que “las viviendas de familias percibidas como opositoras o críticas fueron marcadas con una X”.
Sin tapujos ni tamizaciones señalan los investigadores de la ONU que “(Edmundo) González – el opositor a quien la soberanía le ha hecho entrega de un mandato irrenunciable, obviamente desconocido por sus represores – “se vio forzado a exiliarse en España por la persecución de la que fue objeto”. Y nada distinto ocurre con el presidente electo, de lo que aquéllos constatan en 2022 y 2023: “Se obligó bajo coacción a varios detenidos a firmar o filmar declaraciones en las que se incriminaban…” y “los malos tratos tuvieron por objeto extraer confesiones inventadas o declaraciones falsas”.
A los miles de víctimas del régimen militar represor instalado e investigado por la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, se le agregan ahora 24 personas asesinadas por armas de
fuego, mientras Maduro Moros se solaza ordenando detener a 2.229 personas que llama “terroristas”. No le bastó e incorpora a su lista “158 niños y niñas”, incluidos niños con discapacidad” y niñas que “fueron sometidas a vejaciones sexuales mientras permanecían detenidas”.
Los testimonios revelan el uso de fuerza letal, detenciones arbitrarias, torturas y tratos crueles, desapariciones forzadas, violencia sexual, “por cuerpos de seguridad y la participación de civiles armados actuando en connivencia con dichos cuerpos”. “El Estado reactivó la modalidad más dura y violenta de su maquinaria de represión”; “median crímenes de lesa humanidad” y una “persecución fundada en motivos políticos”; y “los principales poderes públicos abandonaron toda apariencia de independencia y se sometieron abiertamente al Ejecutivo”, es decir, se encadenaron a su línea de mando para la ejecución de los crímenes de lesa humanidad identificados.
En contra todo esto es que insurge la mayoría determinante de los venezolanos a través del voto – de allí la exacerbación represora – el pasado 28 de julio. ¡Ya basta! es su mandato inderogable e innegociable, más allá del nombre o de los nombres de quienes los representen, sea González Urrutia o María Corina Machado. Es sagrado, moral y jurídicamente. Es invulnerable, no transable, es la línea roja que si se llega a traspasar quedarán disueltas la nación y sus valores fundantes.
Servir a la soberanía popular y a su exigencia de Justicia, lo imponen las leyes universales de la decencia, cuando se miran en las víctimas y en sus humanidades lapidadas. Los enconos, el egoísmo, la avaricia, la corrupción de la ética, las medianías, mal calzan con ese propósito. Y quienes se empeñan en traficar por los pasillos del sincretismo moral, tras el 28 de julio, deberían leer la lección de Benedicto XVI sobre lo vivido por él en su patria de origen: “Hemos experimentado cómo el poder se separó del Derecho, se enfrentó a él; cómo se pisoteó el Derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del Derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”.
Tras más de 30 años de deconstrucción cultural y de la ética democrática, y desde cuando el Covid-19 nos hace ver a los venezolanos y reivindicar el valor de la vida como don, algo muy positivo ocurrió entre nosotros. De allí la ejemplaridad icónica del 28 de julio. En lo adelante sólo contarán quienes entiendan, vuelvo a Ratzinger, que “servir al Derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político”. “No hacer daño” es el principio que, a su vez, esgrime la Misión de la ONU. Es la síntesis acabada del Decálogo.