[Crónica + fotos] El martirio de vivir en Maracaibo: por @sincepto
“Parece que nos hubiesen dejado morir”, exclama María Villalobos en una fila para echar gasolina en el centro de Maracaibo. Todo a su alrededor le confirma su sospecha: Apagones diarios, servicio de agua suspendido por más de un año y filas de 3 ó 4 días para echar gasolina.
“Yo tengo dos días aquí - continúa Villalobos - y me parece que me faltan dos días”.
Es posible abastecerse de combustible un poco más rápido: Si pagas a los encargados de las estaciones de servicio (generalmente la Guardia del Pueblo) a USD 1 el litro, la fila se acorta a seis horas.
Es uno de los martirios habituales en Maracaibo, ciudad venezolana que alguna vez significó un ejemplo de bonanza y progreso como centro de producción petrolero más importante del país, generando hasta el 30 % del producto interno bruto. Hoy es una región paralizada.
En el barrio Altos del Milagro Norte es quizás el escenario más cruento de la profunda crisis venezolana. Carolina Leal, líder comunitaria, muestra esa realidad porque la conoce de recorrerla a diario; recibe y coordina donativos para la comunidad.
“Vamos a conocer solo en esta manzana del barrio, los casos más graves de desnutrición y abandono”, dice liderando una breve caminata sobre calles de barro bordeadas de basura desbordada y sí, a pesar de no haber servicio de agua, inundaciones por tuberías rotas que ya han cumplido años así.
Al advertir la visita de periodistas, los vecinos empiezan a abordarnos con desespero para hacer sus propias denuncias. Un señor de cincuenta y pico explica que su casa no tiene luz desde hace meses porque en esa calle se robaron los cables y Corpoelec no los reemplaza. El resto de las calles aledañas sí reciben el servicio aunque racionado. Una mujer, con nieto en brazos y escoltada por otras cuatro (sus hijas y otros nietos), explica que le urge una ayuda para su casa, porque producto de un incendio se está viniendo abajo y ya quedan solo dos paredes en pie.
En una sombría casa alargada y angosta, con habitaciones de lado y lado, fluye un aire pesado y putrefacto; es la casa donde vive Saida Bravo, de 44 años, a quien el Parkinson y la pobreza extrema la condenaron al limbo de un cuarto oscuro donde estará hasta morir. Su condición empeoró drásticamente con la imposibilidad de comprar sus medicinas. Su hermano la cuida y alimenta con lo que pueda: típicamente yuca o arroz solos.
A varias casas de distancia, está postrado Segundo Galué, bajo el cuidado de su esposa y dos hijas. Tiene 93 años, pero la situación del país le arrebató la oportunidad de una vejez digna. Una extrema desnutrición lo ha desprendido de la realidad y, bajo el aura de un triste José Gregorio Hernández en la cabecera de su cama, apenas si reconoce cuando alguien entra a verlo.
No hay que caminar mucho más para llegar conocer la historia de Juan (nombre ficticio a petición de la fuente), un niño de 9 años que a primera impresión no pareciera tener más de cinco años.
Bajo el cuidado de su mamá, ha sufrido el agravamiento de su situación hasta caer en la desnutrición. Sufre de convulsiones y su madre no tiene recursos para costear sus medicamentos. Mucho menos una alimentación apropiada. Viven con su abuelo, quien hace reparaciones eléctricas por un poco de dinero pagar la caja de alimentos Clap cuando llega, nunca puntual, apenas cada uno o dos meses, y dura mucho menos que eso.
Las calles de Altos del Milagro están concurridas porque no hay escuela y la vecindad, frente a la escasez de combustible, la falta de agua y el racionamiento eléctrico, ha quedado suspendida en una parálisis impuesta por la crisis.
El último caso que nos muestra Carolina es el de Miguel Blanco, de 28 años. hay que atravesar un angosto callejón, con puertas de lado y lado, y al final, en una habitación oscura y apartada, está Miguel, desprendido de la realidad por una hidrocefalia que, sin tratamiento médico, lo condenó a la cama donde siempre está.
Ya Miguel, víctima de una desnutrición extrema, no puede caminar ni hablar. Agoniza con un quejido intermitente durante todo el día, a la espera de su madre, quien lo alimenta con lo que consigue en la calle, generalmente la misma dieta que muchos venezolanos pueden tener: yuca y arroz.
Anochece en Maracaibo y solo poquísimos sectores tienen electricidad.
Uno que otro edificio refleja un destello de generadores eléctricos que las propias familias han comprado y quizá logran encender tras varios días en cola para comprar combustible.
La que alguna vez fue bautizada como "la sucursal del cielo" es ahora una ciudad fantasma que purga la condena de un delito nacional.