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Viernes, 29 de noviembre de 2024
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Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

La democracia

Lea aquí la última columna de opinión de Asdrúbal Aguiar, secretario general del Grupo Idea.

En cuaderno, cuya edición preparó para los alumnos del Miami Dade College, reuniré ensayos y disertaciones varias sobre la cuestión democrática, insertos en revistas científicas o usados para mis charlas, en los que abordo la deconstrucción política, la proscripción del ejercicio del poder sin término, la dimensión social de la democracia y los fundamentos democráticos de la libertad de prensa, la transparencia y calidad de la democracia, su control interno e internacional, la lucha contra la corrupción y la gobernabilidad democrática. E incluiré un proyecto de declaración de principios.

Se trata de textos anteriores y posteriores a mi libro El derecho a la democracia (2008), presentado por dos ilustres juristas amigos, los profesores Allan R. Brewer Carías y Alberto Dalla Vía, escrito en Buenos Aire y en un ambiente de pregonado desencanto democrático en la región. Auscultaba dos perspectivas que debía resolver a fin de conjurar los riesgos de aporía, a saber: la que ofrece el Derecho internacional como régimen y para regimentar a las instituciones de la democracia a partir del siglo XX; otra, mi respuesta necesaria, desde la ética, frente la manipulación de narrativas en la circunstancia; entendiendo que la predicada crisis democrática no era tal sino un momento de «quiebre epocal» y cambios inevitables, pero acaso auspiciosos. Antes que compartir el fin de la democracia o aceptar su paso hacia otro tiempo posdemocrático, la he estimado como un período de decantación posible hacia una democracia como experiencia de vida, no más como forma o sacramento instrumental de un Estado moderno declinante y para la configuración de sus poderes. Ha sido mi creencia, quizás no la realidad.

Nutrido de doctrina y abundantes citas de la Corte Interamericana, con esa obra buscaba sostener la validez y vigencia vinculante de los elementos esenciales y los componentes fundamentales de la democracia – en tarea a la que se han negado los órganos políticos colegiados de la OEA – siguiéndole luego una relectura obligada. Tras mis diálogos con el fallecido expresidente peruano Valentín Paniagua, con quien compartía intereses intelectuales alrededor del movimiento constitucional gaditano de 1812, publiqué en México (2011) y en Caracas (2015) otro libro, La democracia del siglo XXI y el final de los Estados.

Mientras este me invitaba a testear tales categorías democráticas – las incluidas en la Carta Democrática Interamericana de 2001 – a la luz del terremoto cultural sobrevenido en Occidente en 1989 y que aún no cesa, seguí empeñado en salvar las enseñanzas de la Corte, ante la adversidad dominante del clima político regional. Y al efecto di a conocer mi Digesto de la democracia en 2015.

La obra seminal e inagotable de Luigi Ferrajoli (sucesivamente reunida en sus Principia iuris, 2011), sin embargo, me acicateaba. Sin decirlo el eminente filósofo del Derecho y discípulo de Norberto Bobbio, al comentar sobre la insuficiencia del Estado para asumir por sí solo los monumentales desafíos planteados por las grandes revoluciones de la posmodernidad, me llevó a considerar y entender en sus alcances de amplio calado a algunas premisas pétreas e incontrovertibles, propias a lo antes dicho.

Las democracias, atadas a los Estados, de suyo y desde la más remota antigüedad fueron lugareñas e hijas del tiempo. Lo inesperado y lo que causa la ruptura epistemológica que hoy afecta a las bases de nuestra civilización, es que la realidad digital como la de la Inteligencia Artificial disuelven los espacios, a la vez que cultivan la instantaneidad desvalorizando el sentido vertebrador e intergeneracional de los tiempos. Tanto como

reemplazan la condición humana racional con un constructo que únicamente atiende a los sentidos, reduce su autonomía y le condiciona toda elección.

Así que, para zafarme del ritual descriptivo de la democracia a la luz de las categorías normativas heredadas, elaboré mi libro siguiente, prologado por la expresidenta Laura Chinchilla: Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (2018). En sus páginas oteo respuestas, especulo conclusiones, alrededor de las dos paradojas del siglo en curso: En la misma medida en que se incrementan las elecciones en Hispanoamérica se han deteriorado las fuerzas garantistas de la democracia y se la ha vaciado de contenido; y mientras crecen inflacionariamente los catálogos de derechos humanos, transformándoselos en exigencias al detal y en el marco de la deconstrucción social y geopolítica en boga, nunca antes como ahora, salvo durante las grandes guerras del siglo XX, se han vuelto tan sistemáticas y generalizadas sus graves violaciones.

Lo que es peor, se irrogan tales atentados a los derechos humanos contándose con la indiferencia de los gobiernos democráticos que sobreviven a duras penas y sin que les escandalicen las omisiones y denegaciones de Justicia de los órganos universales y regionales de tutela. Se reclama de las víctimas, por lo demás, aliviar la pena a sus victimarios mediante fórmulas de Justicia transicional y como precio-chantaje para que logren asegurarse, según se argumenta, algún oxígeno en sus menguadas libertades y para el cese de la represión: ¿mal menor o bien posible?

En suma, asomar en breves páginas y en ese libro de pedacerías que anuncio ciertas consideraciones ortodoxas o disquisiciones heterodoxas y más recientes sobre la democracia como derecho o como régimen jurídico, acaso representen un acto de ingenuidad sin destino, o redundante. Pero las traslado invocando a la razón, mientras el ecosistema del no-tiempo nos los permite. En Venezuela, sensiblemente, está todo por rehacerse, como en Cuba y en Nicaragua.

Que los chinos y los rusos, en la antesala de la guerra de agresión emprendida por “ambos” contra la nación ucraniana, hayan afirmado que la democracia ha de quedar reducida al plano de lo doméstico si aspiramos a tener paz en este lado del planeta, es motivo más que suficiente para que reavivemos, en una línea de mínimos, el método socrático; para que hagamos privar la intuición intelectual sobre el porvenir de la democracia. Luego se verá si le llega su ocasión al método platónico, analítico y de razonamiento científico.

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