El último día de agosto se hizo pública una carta de 18 Senadores de Estados Unidos dirigida al Secretario de Estado, Anthony Blinken, acerca de la situación en Venezuela. La firman doce senadores demócratas y seis republicanos. Siete de los 18 firmantes son miembros del Comité de Relaciones Exteriores, con lo cual debe leerse como la expresión de un importante grado de consenso bipartidista en la materia dentro del cuerpo legislativo.
En hora buena, el texto contiene un diagnóstico preciso de la coyuntura política del país e indica un camino, imprescindible para evitar más frustraciones: “El pueblo de Venezuela no puede afrontar otra elección fraudulenta, la cual produciría más sufrimiento a su nación y causaría mayor inestabilidad en las Américas”.
La advertencia se justifica por el conocido método del régimen, sobradamente ejercitado. Primero instalan mesas de diálogo con opositores. Más bien una actuación de ello, ni conversación útil ni oposición genuina. Luego, se pone en marcha un supuesto proceso electoral que permitirá democratizar al país. Con ello la dictadura busca recuperar algo de legitimidad internacional, claro que para tratar el único tema que le importa: el levantamiento de sanciones.
Al final se trata de una simulación; las elecciones no ocurren o son fraudulentas. Para entonces, el régimen recuperó la iniciativa y se estabilizó. Una patada al tablero y a comenzar de nuevo, la simulación ya es innecesaria. La dictadura obtuvo lo que buscaba sin conceder nada, la democracia cada vez más lejos. Le sigue una nueva embestida represiva y su consiguiente oleada de refugiados. Hemos visto el ciclo repetirse ad nauseam y la magnitud de la diáspora, crecer. Ya supera los siete millones.
La carta de los Senadores identifica los trucos habituales de la dictadura para sabotear toda posibilidad de tener una elección libre y justa. Citan la reorganización del Consejo Nacional Electoral, presidido por la propia esposa de Maduro, a su vez sancionada por el Departamento del Tesoro desde 2018; la inhabilitación de candidatos, más recientemente de María Corina Machado, quien encabeza las encuestas, no casualmente; y la expresa negativa del régimen a aceptar la observación electoral internacional.
Dado que, a pesar de estos escollos, la oposición ha avanzado en la organización de elecciones primarias el próximo octubre con independencia del régimen, los Senadores llaman la atención del Secretario de Estado acerca de la importancia de tres puntos. Primero, que dichas primarias se lleven a cabo sin interferencia del régimen. Segundo, que todos los candidatos participen, sin inhabilitaciones arbitrarias. Tercero, que el vencedor de las primarias debe sea candidato/a en la elección general, a su vez, monitoreada por observadores internacionales creíbles.
La carta en cuestión es esencialmente bipartidista. Está firmada por una mayoría de Demócratas y enviada a un Secretario de Estado del mismo partido. Ello reviste aún mayor envergadura, precisamente en términos del bipartidismo necesario para que la política exterior sea una verdadera política de Estado. Un solo presidente, ya sea de cuatro o de ocho años, no alcanza para tener impacto en dictaduras con altísima capacidad de resistir el paso del tiempo; el chavismo llegó al poder 25 años atrás.
El bipartidismo es condición necesaria para resolver las marchas y contramarchas de Washington en relación a Venezuela. No es coherente exigirle al régimen respeto a los derechos humanos y probidad electoral mientras se insinúa al mismo tiempo, y de manera frecuente, la voluntad de levantar las sanciones. Es una cuestión de principios, pero también de estrategia. Al generar expectativas contradictorias, las sanciones pierden credibilidad y el Estado transgresor—el régimen de Maduro—las descuenta y neutraliza.
El tema es crucial. Las sanciones no son inherentemente buenas ni malas; si dan o no resultado es una cuestión empírica. Decir que no han tenido éxito ignora un contra-fáctico obligado: ¿qué habría pasado sin las sanciones? Las sanciones al Apartheid sudafricano, a la dictadura de Pinochet y al régimen iraní, por citar tres ejemplos, dieron resultado; todas fueron bipartidistas en el diseño, en la implementación y en el discurso. A veces se olvida que las mismas sanciones a Venezuela comenzaron durante la presidencia de Obama.
La incongruencia señalada ha abierto espacios en el sistema internacional para el régimen, incrementado su espacio de maniobra. Recuérdese la presencia de Maduro en la COP-27 de Egipto, para lo cual se debió soslayar su ecocidio. Y también la cumbre CELAC-Unión Europea en Bruselas, cuando Delcy Rodríguez, junto a Ortega y Diaz–Canel, fue recibida con los honores de una gobernante legítima.
Con una política exterior bipartidista, el aliado más cercano de Estados Unidos—Europa—no le habría concedido a Maduro semejante distinción. En el Senado lo tienen claro.