A Pedro Sánchez no le gustó que un juzgado de Madrid le abriera una investigación a su esposa por corrupción y tráfico de influencias. A nadie le gustaría, desde luego, pero él lo transformó en una crisis institucional. Denunció un complot por medio de una “carta a la ciudadanía”. Allí se victimiza, acusa a sus opositores (diferentes versiones del término “derecha” aparecen doce veces en el texto), a los medios de prensa y a la justicia. Concluye que tendrá que reflexionar y decidir si continúa en el cargo o renunciará.
Acefalía por capricho, a todas luces un berrinche infantil—”el balón es mío, si parto con él se acabó el juego”. A cuyo punto compañeros y rivales por igual tendrán que rogarle que regrese para reiniciar el juego. Es que el dueño del balón pretende jugar el juego, marcar los goles y ser árbitro al mismo tiempo. Es lo usual entre niñitos malcriados y políticos narcisistas.
Pues Sánchez no renunció, predecible en quien no dudó en asumir el gobierno siendo segundo con el 30 por ciento de los votos y por medio de alianzas espurias. Ni que hablar de su propensión a la inconstitucionalidad. De ahí que a Sánchez tampoco le guste que la justicia cumpla su papel fiscalizador del gobierno.
Precisamente, su berrinche de hoy es el deseo de lo que no tiene, la pulsión de una gesta, si no un cierto putsch, de carácter plebiscitario. La invitación a un clamor popular, el rescate del líder, una suerte de 17 de octubre de 1945 que, en realidad, no tuvo lugar en la calle sino sobre el escenario de un teatro y por medio de las declamaciones de sus verdaderos cuadros orgánicos: los actores.
Después de todo, Eva Perón era actriz de radioteatro. Tal vez sea por aquella épica del rescate del líder encarcelado que se explican las referencias al peronismo en los medios españoles. Hasta José María Aznar le endilgó a Sánchez improvisar un “melodrama epistolar al más puro estilo del peronismo populista.” Lo cual está muy bien como metáfora, pero sin mayor poder analítico.
Ocurre que el populismo es disonante con la agenda identitaria de la izquierda actual; por ende, es incongruente con el sanchismo. El populismo debe ser una agregación para ser tal, es pueblo, nación o raza. O bien es clase—traducida como “pueblo trabajador”—otra agregación. Solo así se produce el momento plebiscitario tan exaltado por Laclau, narrativa hoy consumida masivamente por la izquierda, y el resarcimiento tan anhelado por Sánchez.
La izquierda española de hoy, sin embargo, centra su discurso en la “política de la diferencia”, el reconocimiento de la diversidad y la distintiva identidad de los grupos que conforman el espacio social. La igualdad en este contexto no es homogeneizar; es reconocer esa diferencia y otorgar derechos para institucionalizarla. Y el énfasis en la desagregación termina fragmentando, una completa heterodoxia desde un marco cognitivo populista.
Es decir, dicho análisis exacerba la contradicción que surge de la idea de ciudadanía como agregación y homogeneidad, o de entenderla como heterogeneidad y expresión multicultural. En otras palabras, si las partes y sus subjetividades son legítimas se complica la básica tarea de reificación del pueblo, operación sin la cual ya no hay populismo.
Pues la izquierda española de hoy es woke, entre muchas otras. Si el proyecto era desplegar una estrategia populista les habría ido mejor con Pablo Iglesias y los muchachos de Podemos, también woke, pero todos discípulos dilectos de Chávez, Correa y Evo Morales y más carismáticos que Pedro Sánchez. Claro que no se llevaban de lo mejor.
Pero Pedro Sánchez no quiere ser Perón, y no solo por no tener el carisma para serlo. Ocurre que su verdadero deseo es ser Macron, lo revelan sus trajes y su lenguaje corporal. Se conduce como una especie de estadista indispensable, una versión mejorada de Von der Leyen, capaz de sentirse como en casa tanto en Bruselas y Washington como en el sur global, América Latina y Gaza.
O eso cree, como se vio en Rafah en noviembre pasado con su consiguiente incidente diplomático. Pues allí se puso a rediseñar el Medio Oriente, decretando la creación de un Estado Palestino él solo y por su cuenta. España presidía entonces el Consejo de la Unión Europea. El inconveniente es que dicho cargo es rotativo y la definición de la política exterior de la Unión no está entre las competencias del mismo, pues recae en la Presidencia de la Comisión Europea.
Ello le valió la reprimenda de la presidenta de la Comisión, justamente Ursula von der Leyen. No es infrecuente verlo en situaciones embarazosas como resultado de su exceso de protagonismo. Tal como con la absurda “carta a la ciudadanía”.
Conocí a Pedro Sánchez en la oficina de Antonio Caño en El País. Una visita de cortesía en septiembre de 2014. Sánchez acababa de ser electo Secretario General del PSOE y aspiraba a la candidatura en las elecciones generales de noviembre de 2015. El diálogo fue ameno. Me quedó claro que Sánchez no tenía demasiadas ideas, ni gravitas político, ni carisma, pero que tenía ambición.
Al concluir, Caño me preguntó qué pensaba. Respondí de la manera más diplomática posible: “su problema es que su verdadero rival le es inalcanzable: se llama Felipe González”. Siempre lo pensé y lo supe, desde esta semana mucho más.