La literatura sobre modernización, aquella que le dio entidad a la idea de Tercer Mundo, concebía la corrupción como un fenómeno funcional al desarrollo político y económico. En esa línea intelectual, el propio Huntington, entre muchos otros, veía en la corrupción un mecanismo efectivo para construir capacidad estatal durante las fases tempranas del proceso modernizador, contribuyendo así a generar estabilidad.
Dicha visión está invalidada. Hoy decimos que “la corrupción mata”, pues la apropiación ilícita de recursos del Estado por parte de privados contrae la oferta de bienes públicos, la seguridad entre ellos. Y que “también empobrece”, en tanto distorsiona precios y asigna recursos de manera ineficiente, retardando el crecimiento. De ahí que el concepto “corrupción” sea parte integral de nuestra conversación sobre la erosión de las instituciones y el consiguiente deterioro de la democracia.
Estas lecturas contrapuestas por lo tanto obligan a repensar el fenómeno. Digo aquí que la disonancia en cuestión es consecuencia de una transformación en la magnitud y el tipo de los ilícitos comprendidos bajo el término “corrupción”. Es esencial entender estos cambios, más allá de cómo denominemos la especie.
Tómese el siguiente ejemplo, una descripción estilizada de aquella corrupción “benigna”. Se basa en un funcionario que recibe un porcentaje monetario a cambio de otorgar un contrato, licencia o permiso a un proveedor estatal: coima, mordida, soborno o enchufe. Puesto en términos de un modelo principal-agente, el funcionario público es el principal dadas las diferencias a su favor que surgen de las asimetrías en la información.
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Los oferentes son el agente, por su parte, dependen del funcionario que recibe las diferentes ofertas y las subasta en privado, al tiempo que también subasta los sobornos. Un porcentaje de ese contrato se desvía y con ello se materializa una utilidad adicional, una renta ilícita.
Ese sería un modelo clásico de corrupción. El funcionario decide, protege su espacio de poder burocrático y obtiene ingresos adicionales; el contratista aceita los engranajes para maximizar su ganancia. Lo eficiente es distribuir contratos entre diferentes agentes, a efectos de neutralizar sospechas. Es un juego iterado y en equilibrio, se repite en cada nueva licitación.
El problema surge si, y cuando, dicha relación se invierte; es decir, el privado se convierte en principal y el funcionario en agente del contratista. La información continúa siendo asimétrica, pero en sentido opuesto al anterior. El contratista ya no solo licita en una obra, la decide y el funcionario es su empleado. Con lo cual los montos crecen exponencialmente, y con ello el poder del oferente. Los ilícitos “benignos” ya no son tales.
El punto se ilustra bien con el caso de Marcelo Odebrecht, quien viajaba con la presidente Rousseff al exterior y actuaba como una suerte de canciller paralelo. Los empréstitos de obra pública en el exterior eran central en las relaciones de Brasil con el mundo, y ello era explícito. Para garantizarlos se financiaban campañas electorales en dichos países, entre otros delitos. Así lo documentó el acuerdo de arrepentimiento en Nueva York con los ejecutivos del “Departamento de Coimas”.
La “nueva” corrupción, entonces, es diferente a una mera mordida, por grande que fuera. PDVSA otro tanto, aún con mayor alcance en geografía y sumas involucradas, y no únicamente en campañas electorales. Y no solo en América Latina además. La evidencia de dineros chavistas en la política española es irrebatible, Podemos está imputado.
Los europeos deberían estar atentos. Algo similar ocurrió con el financiamiento de “Cinque Stelle”, partido de gobierno italiano. Investigaciones periodísticas documentaron la participación de un hijo de Maduro en el tráfico de coltán ilícito a Italia. En Venezuela se libran varias guerras por el recurso al mismo tiempo.
Esta forma de corrupción obliga a desarrollar economías de escala, para maximizar utilidades tanto como protección, es decir, impunidad. El modelo de negocios exige diversificación, formándose verdaderos conglomerados donde las diferentes actividades son autónomas entre sí pero integradas verticalmente, en la cúspide del poder. De hecho, las platas de la corrupción de la obra pública, el narcotráfico y el terrorismo regional y extra-regional, entre otros crímenes, se lavan juntas.
Se trata de una nueva forma de crimen organizado, global y cuya estrategia reside en hacerlo en colusión con el poder político y capturando el aparato del Estado. Ello coloniza, literalmente, sus instituciones. El dinero deja de ser un fin, como en la corrupción clásica, para convertirse en un medio. El fin es el poder político que se obtiene a través del crimen. La hidra tiene varias cabezas, pero un solo sistema nervioso.
En un reciente artículo en el medio uruguayo “Crónicas”, Luis Almagró acuñó el lúcido concepto de “impunidad natural”, la resultante de normalizar una estructura institucional corrompida. Vista de manera sistémica—o sea, en términos de su funcionamiento—esta corrupción de hoy impregna al régimen político. Ella misma “es” el régimen, regula los mecanismos que organizan la representación, la selección de lideres y el uso de la coerción del Estado.
De ahí que la interacción del crimen organizado con el Estado sea dinámica. Lo penetra y lo captura, para extraer rentas. También coloniza sus instituciones, para garantizar impunidad. La impunidad se hace rutina; se naturaliza, nos dice Almagro. Se erosiona con ello el Estado de Derecho; la democracia se hace improbable.
La foto que acompaña esta columna es de las FARC disidentes, el grupo que pasó a una clandestinidad que jamás había abandonado. Le “exigen” la renuncia al Presidente Duque, nótese el armamento y el uniforme. La escenografía es de la vieja guerrilla, para lo que es tan solo un cartel de cocaína. Seguramente están en territorio venezolano, donde gozan de la protección de Maduro, al igual que el ELN, grupo terrorista que opera en la minería ilegal del Orinoco, y Hezbollah, subsidiaria del régimen iraní.
Esa es la nueva forma de corrupción que desde Venezuela y con el beneplácito del PC cubano se ha exportado a toda la región y más allá. Definitivamente que mata. Es que es más que dinero, es poder.