Daniel Ortega y su esposa volverán a ser candidatos, con más de diez rivales encarcelados, exiliados, forzados a renunciar o inhabilitados, ello además de una candidata a la vicepresidencia y decenas de líderes políticos y sociales independientes. Sin campaña electoral, con partidos opositores inhabilitados por el Tribunal Electoral y sin observación internacional, no existe ni la apariencia de integridad en dicho proceso.
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Con lo cual no habrá competencia electoral, se vota pero no se elige. Ello es resultado de una ofensiva represiva acompañada de artificios legales. La llamada “Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz” de diciembre de 2020 inhibe a candidatos “golpistas” a postularse a cargos públicos, siendo considerados tales quienes participaron en las protestas de 2018.
El propio lenguaje de la norma jurídica es una suerte de confesión de parte. Codifica el disenso como “traición a la patria”, delito rara vez usado para civiles en un régimen democrático. También en diciembre pasado el gobierno confiscó bienes de ONGs y medios de comunicación críticos. No existe la figura de la confiscación en la Constitución del país.
En suma, cooptando los poderes Judicial y Legislativo, inhabilitando a la oposición y silenciando voces críticas, Ortega-Murillo han dado un autogolpe en la mejor tradición fujimorista. A propósito, la Carta Democrática llama a estas acciones alteración y ruptura del orden democrático, respectivamente.
Dicha práctica en realidad no comenzó este año. Ya en 2011 Ortega había vuelto a postularse—siendo eventualmente reelegido—infringiendo la Constitución gracias a una sentencia de la Corte Suprema. El más alto tribunal violando la ley suprema del Estado para satisfacer las ambiciones despóticas del jefe del Ejecutivo. Así se ha eliminado la norma de la alternancia, por diseño no por accidente.
La pregunta de este 2021 era hasta dónde sería capaz de llegar el matrimonio gobernante en el intento de consolidar la autocracia a través de la simulación electoral. De ahí que todo este año se hayan sumado voces de preocupación, advertencia, condena y finalmente repudio por parte de la comunidad internacional; gobiernos, ONGs y organismos multilaterales por igual.
En junio se pronunció el Consejo Permanente de la OEA condenando los arrestos, las inhabilitaciones y la intimidación a la prensa, y exigiendo la liberación de los presos políticos. En agosto, hizo lo propio la Unión Europea, afirmando que las elecciones de noviembre no serían libres ni democráticas. El pasado 20 de octubre, el Consejo Permanente de la OEA volvió a emitir una resolución ratificando la de junio.
A lo largo de este proceso, varios comunicados y pronunciamientos de Luis Almagro han ido en la misma dirección. A su vez, la Secretaría para el Fortalecimiento de la Democracia de la OEA, responsable por las misiones de observación electoral, emitió un informe que destaca el incumplimiento del gobierno de Ortega en la implementación de las reformas electorales acordadas con dicha institución. Concluyó que no existen condiciones en el país para celebrar elecciones libres, justas y transparentes.
Esta misma semana se conoció un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Son 68 páginas en las que se documentan el debilitamiento del Estado de derecho y el grave deterioro en materia de derechos humanos. Caracteriza a Nicaragua como un “Estado policial” en el que el gobierno ha implantado un régimen de supresión de las libertades públicas.
Este es el marco institucional que sostiene al “partido único” de Ortega-Murillo, que ni siquiera puede llamarse “sandinista”. Una realidad particularmente dolorosa; aquella revolución de la libertad, utopía de escritores y poetas malograda desde adentro. Ver a figuras históricas encarceladas, o recorriendo el mundo en el exilio como Sergio Ramírez, nos recuerda aquello de Saturno. Toda revolución se devora a sus hijos, pero en el caso de Ortega-Murillo se trata de fratricidio.
En Nicaragua rige una autocracia, pura y dura. Tal vez ya sea hora de dejar de hablar del deterioro, erosión o debilitamiento democrático en el país, terminología que confunde. Del mismo modo otros califican dicho régimen como “autoritarismo electoral”. El uso de los grises analíticos y los adjetivos bien puede introducir ambigüedad. Ello es útil para quienes buscan hacerlo más digerible.
Entre 1954 y 1989, Stroessner ganó ocho elecciones consecutivas, periódicas y regulares que no eran libres ni justas. Era un dictador y punto, no se lo llamaba autoritarismo electoral. Sobran casos en la historia de dictadores que mantuvieron elecciones, siempre amañadas, para simular la existencia de oposición y competencia.
En Cuba también se vota. Es útil distinguir un régimen de partido único de jure, por Constitución como en Cuba, de uno de facto como en la Nicaragua de Ortega-Murillo. A pesar de la diferencia, el “made in Cuba” se lee en el envoltorio del producto de exportación, así como se lee en las cajas de los cigarros Partagás.
Por: Héctor Schamis