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Miércoles, 20 de noviembre de 2024
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Héctor Schamis Héctor Schamis

Antisemitismo y antisionismo

Lea aquí la última columna de opinión de Héctor Schamis, profesor de la Universidad de Georgetown.

Lo escuchamos tantas veces, que suena rutinario. “Yo no soy antisemita, soy antisionista”, nos confiesa con asombrosa ingenuidad el antisemita ocasional. En su franqueza revela ignorancia acerca de su propio racismo, un prejuicio alojado en su inconsciente bastante cercano a la superficie. O sí lo sabe y la coartada discursiva es para ocultarlo.

No es casual. El fundamentalismo yihadista, pero no únicamente, usa el término “sionista” como descalificación hacia los israelíes y los judíos en general. Es siempre el agresor sionista, el invasor sionista, el ocupante sionista. Sionistas o no, ya que en sentido estricto no todos los judíos son sionistas, su verdadero problema es con los judíos.

El sionismo es un movimiento político surgido a finales del siglo XIX y basado en la noción que el pueblo judío, una nación en una diáspora milenaria, es merecedor de su hogar político y jurídico. Es decir, su propio Estado. Como tal se trata de una ideología esencialmente nacionalista, un nacionalismo que la metáfora “familia extendida” ilustra acabadamente desde los textos del gran Ben Anderson, de ahí la búsqueda de un “hogar”.

El movimiento sionista se constituyó en una comunidad política en la diáspora: sionistas religiosos y seculares, conservadores y marxistas, revisionistas y reformistas, progresistas y liberales, entre otros, un pluralismo que se ha mantenido desde entonces. Todos ellos, a su vez, permeados por las corrientes intelectuales dominantes en la época, la Ilustración y el Racionalismo en particular. Y todos en la búsqueda de derechos ciudadanos que solo su propio Estado podría garantizarles.

Y en el lugar de origen. Antes de la creación del movimiento sionista, la presencia judía en lo que hoy es Israel está documentada desde tiempos inmemoriales; una obviedad bíblica que a menudo se olvida o se soslaya deliberadamente. Allí están los sitios arqueológicos milenarios, precisamente. A nadie en su sano juicio se le ocurriría cuestionar dónde quedaba la Grecia antigua ni cuál era el centro del Imperio Romano.

La inmigración judía, a su vez, también fue relevante mucho antes de la creación del movimiento sionista. Es el caso, en el siglo XV, de judíos españoles y en el siglo XVI portugueses al ser expulsados de la Península Ibérica. En el siglo XVII, judíos lituanos y ucranianos huyendo de los pogroms; en el siglo XIX escapando de los pogroms en Polonia, Rusia y Ucrania; y en el siglo XX, judíos soviéticos huyendo del totalitarismo. El movimiento kibbutziano, a su vez, data de 1910. Una muestra aleatoria para ilustrar que la inmigración judía a Palestina nunca fue interrumpida.

Por ello, el argumento del judío como colonizador no tiene sustento. Y tampoco se trata de quién llegó primero, ni de quién es verdaderamente originario de allí. No hay tal “verdaderamente”, no existe un comienzo objetivo del tiempo. Dónde se traza la línea es subjetivo, el primordialismo es siempre “a la carta”. La idea que los palestinos son nativos y los judíos son trasplantados no resiste la menor prueba empírica, el nativismo es casi siempre insidioso, inevitablemente retrogrado y en el caso de Israel, erróneo.

De ahí que la narrativa acerca de la lucha palestina como un movimiento descolonizador no sea más que eso, una narrativa. Que además se reivindique a Hamas y su régimen despótico como la vanguardia de esa lucha es humillar a los propios palestinos, las principales víctimas de Hamas.

Así, el Estado de Israel fue creado en 1948 como resultado de la partición de Palestina. El poder colonial en todo caso era Gran Bretaña, así como durante la Primera Guerra lo había sido el Imperio Otomano. Fue partición seguida de una guerra; a menudo es esa la secuencia pues reconfigurar el mapa suele costar sangre. Y tiende a ser causa y efecto al mismo tiempo de conflictos étnicos persistentes y profundos.

Por ejemplo, en nuestros días, la partición pacífica y negociada de Checoslovaquia, plasmada en la metáfora “divorcio de terciopelo”, es la excepción. Por el contrario, la partición de Yugoslavia derivó en una guerra civil con crímenes de lesa humanidad y limpieza étnica, sobre todo en Bosnia y luego en Kosovo, sociedades mayoritariamente musulmanas, conviene subrayar.

Cuestionar la existencia del Estado de Bosnia y Herzegovina, erigido en 1992, y del Estado de Kosovo, creado en 2008, implicaría negar el derecho a la existencia de los bosnios y los kosovares, respectivamente, las naciones cuyo hogar político y jurídico está constituido en dichos Estados. Lisa y llanamente, eso se llama genocidio. Que por cierto ocurrió a través de la limpieza étnica en la guerra de la ex-Yugoslavia.

El “antisionismo” expresa un racismo similar, en tanto impugna el derecho de un pueblo a tener su propio Estado, para lo cual es necesario deslegitimar su identidad, la identidad judía. Como operación intelectual, ello además implica desconocer la realidad, es decir, negar la existencia de lo que existe hace ya 75 años, el Estado de Israel, o peor aún, proponer su eliminación.

Exactamente eso hacen los simpatizantes Occidentales de Hamas cuando repiten la consigna “from the (Jordan) river to the (Mediterranean) sea, Palestine will be free”. Se asocian a un proyecto de destrucción de lo que queda en el medio, el Estado de Israel.

Ello implica necesariamente el exterminio de su población, un proyecto genocida cuyo aviso más explícito, pero no el primero, está fechado 7 de octubre de 2023. Antisionismo y antisemitismo son sinónimos.

Tómese el secuestro, tortura y decapitación de bebés y la violación de mujeres como un muestreo estadístico de la limpieza étnica en versión Hamas, no muy diferente a lo ocurrido en Bosnia y sigue ocurriendo en Ucrania bajo la ocupación rusa.

La tesis de Hamas como movimiento descolonizador ha sido un argumento particularmente inteligente en las Américas. Transformada en una pretendida teoría de la dependencia, y narrada en jerga marxista de superficie, dicha operación intelectual ha fusionado en su antisemitismo a esta izquierda con la rancia derecha neofascista. Ello lo hace aún más peligroso y más destructivo.

Con argumentos alrededor de la noción de “liberación de Palestina”, el gobierno de Bolivia rompió relaciones diplomáticas con Israel justamente, y los gobiernos de Chile y Colombia se apresuraron en llamar a consulta a sus respectivos embajadores, ello sin haber expresado condena alguna del ataque del 7 de octubre. Se informa que hay alrededor de 80 ciudadanos latinoamericanos entre los rehenes en Gaza. No es claro que recuperarlos sea una prioridad.

Se aprecia mayor claridad moral en la izquierda europea, si bien registrando que la Social Democracia, en sus diferentes versiones, ha comenzado a reflexionar sobre su fracasado experimento de ingeniera social del último cuarto de siglo: un multiculturalismo que reconoce derechos identitarios, pero los legitima por sobre los derechos universales del Estado liberal. La consecuencia ha sido de una fraccionalización y segmentación de la ciudadanía y, por ende, una pérdida de autoridad de ese mismo Estado.

Ello es la receta para un doble standard flagrante: las comunidades musulmanas en Europa gozan de las protecciones y derechos que les otorga el constitucionalismo liberal, pero al mismo tiempo muchas de ellas rehúsan reconocer esos mismos derechos para otros, por ejemplo, el derecho a la blasfemia. Los caricaturistas de Charlie Hebdo y el escritor Salman Rushdie, entre otros, lo han pagado con su vida o con su integridad física.

Mientras tanto, supuestas y auto-definidas izquierdas marchan por capitales Occidentales denunciando el genocidio cometido por Israel. No deja de ser irónico. Al enviar unidades de combate a masacrar civiles israelíes, Hamas emitió una declaración de guerra. Israel actuó en consecuencia, usando su derecho a la auto-defensa consagrado en la Carta de Naciones Unidas. Debe minimizar bajas civiles, sin duda, pero eso es difícil en cualquier guerra.

Y por cierto que imposible en una guerra con Hamas. La prensa internacional ha documentado hace años que sus centros de comando operan en instalaciones civiles; por ejemplo, en el sótano del Hospital Shifa. Eso también lo transforma en blanco legítimo según el derecho internacional. Lo de la “respuesta proporcional” resulta ser una ecuación nula.

Esa es la peor tragedia de las guerras, las crónicas de los bombardeos de Dresden en febrero de 1945 lo atestiguan. Por eso el sistema internacional debe castigar de manera contundente a quienes inician esas guerras.

Este conflicto tiene una lógica más sofisticada que una operación terrorista habitual. Ocurre que no es Hamas quien toma las decisiones fundamentales. Con esta guerra Occidente se alejará cada vez más del mundo musulmán; el restablecimiento de relaciones diplomáticas con sus vecinos, especialmente los Saudíes, y el consiguiente reconocimiento del Estado de Israel, estará más lejos; y los Acuerdos de Abraham será una nostálgica promesa incumplida. Así lo quisieron los mullahs en Teherán.

Los mullahs también planearon las repercusiones de esta guerra, no tan solo como antisionismo sino también como abierto antisemitismo, un antisemitismo cuya referencia empírica es ahora más restringida, son solo los judíos (los árabes también son semitas). Estrellas de David pintadas en el frente de edificios parisinos; bombas incendiarias en sinagogas de Montreal; profanación de tumbas judías en Managua, imagínese; Esvásticas en centros comunitarios judíos por doquier. Son algunos ejemplos entre cientos de casos.

Ha pasado tan sólo un mes desde el ataque del 7 de octubre, fecha que será un hito de nuestra historia. En este breve lapso, las comunidades judías comienzan a respirar el hedor del pasado, el terror de lo ya vivido, una suerte de “déjà vu” del Holocausto. Escribo este texto en la noche del 9 de noviembre de 2023. La fecha evoca ese mismo hedor de otro 9 de noviembre, solo que de 1938.

Aquella noche fue Kristallnacht. Algunos sienten estar viviendo lo que leyeron, 1938. Lo más terrible de 2023 es que los trenes y los hornos, institucionalizados en precisas normas de procedimiento, eran más predecibles que Hamas. No es trivial recordarlo, ni superfluo permanecer alertas.


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