El domingo 26 por la noche un ataque aéreo causó destrucción en gran escala en Rafah, causando la muerte de al menos 45 civiles. Las brutales imágenes de personas envueltas en las llamas de sus carpas recorrieron el mundo en minutos.
El ejército israelí no negó el hecho. Señaló que hizo todo lo posible por evitar heridos y bajas civiles; que la acción se llevó a cabo observando el derecho internacional; y que fue decidida sobre la base de inteligencia que indicaba que la zona era operativa de Hamas. La comunicación oficial lamentó el daño a los no combatientes y agregó que se ordenaría la investigación pertinente.
Netanyahu lo llamó “un error trágico”, ciertamente un error repetido. Su aparente empatía, sin embargo, fue rápidamente opacada por voces cercanas a su coalición de gobierno, el ultra-nacionalismo religioso que celebró dicho ataque con sarcásticas burlas. Del lado de la oposición la respuesta fue con agravios al gobierno: “racistas y criminales de guerra”, entre ellos.
Predecible, dada la intensa división que vive el país. No podría ser de otro modo en una sociedad donde el conservadurismo religioso que hoy gobierna con Netanyahu decide cuestiones de guerra y de paz, pero los ultra-ortodoxos no prestan servicio militar. Es un ejemplo, ilustra que los derechos ciudadanos no son universales; una incongruencia constitucional que hoy corroe la cohesión social.
Dicha división se proyecta también en el exterior, donde ante cada suceso de esta guerra las opiniones se dividen entre la defensa acrítica de unos al gobierno de Netanyahu, casi un acto de fe e identidad judías, y las agresiones explícitamente antisemitas de muchos otros; “from the river to the sea”.
Defensa o condena en la precariedad. El genocidio que unos anhelan—Hamas—pero no tienen cómo cometerlo; los crímenes de guerra que otros lamentan—Israel—pero no obstante cometen. Así fue el domingo 26 y muchos otros de estos 240 días de una guerra que no parece tener solución posible. Ninguna guerra termina fácil, pero mucho menos esta.
Es que no se trata de una guerra como las anteriores. Aquellas eran guerras entre Estados, que luego implicaron treguas, reconocimientos mutuos y eventualmente acuerdos de paz; por ejemplo, con el Egipto de Sadat, firmada por el derechista Begin en 1979, y la Jordania de Hussein, firmada por el laborista Rabin en 1994.
El conflicto de hoy es entre un Estado y una organización yihadista cuya declaración de guerra consistió en la invasión de una horda, matando deliberada e indiscriminadamente, torturando, mutilando, abusando sexualmente y llevándose 250 rehenes. Dicha organización terrorista actúa además como agente de una teocracia que flagela a la mitad de sus habitantes, las mujeres, y es a su vez promotor de terrorismo. Hablo de Irán.
Por eso el gobierno de Israel tiene razón, la disolución y el desarme de Hamas, su derrota terminal, es condición necesaria para la paz. Nótese que ni siquiera ha sido posible lograr un cese de hostilidades para negociar la entrega de los rehenes, requisito para cualquier viso de un arreglo. En Rafah también se encontraron cuerpos de rehenes. La tragedia es que nadie parece saber si los rehenes que permanecen en cautiverio siguen con vida. Probablemente no lo estén.
Si ocho meses después esa es la verdad, nadie estará en condiciones de aceptarla y reconocerla, mucho menos Hamas. Y si ello es así, el plan de paz de Biden anunciado el viernes 31—que tampoco dice mucho sobre el desarme de Hamas—caería por su propio peso.
De ahí lo descabellado, en este contexto, de hablar y votar en Naciones Unidas acerca de la creación de un Estado Palestino. Puro voluntarismo, pues queda sin respuesta si ello sería con Hamas como gobierno, organización que responde a los mullahs en Teherán, o con Fatah, la inexistente Autoridad Palestina cuyo ocaso comenzó con la guerra de 2007 en la que fue decimada justamente por Hamas. A partir de allí se implantó el sistema despótico que hoy impera en Gaza.
Pero Netanyahu y su coalición tampoco quieren la paz. Netanyahu debe su carrera política a los Acuerdos de Oslo entre Rabin y Arafat que sellaban el reconocimiento mutuo y la solución de dos Estados; claro que ello por ser su opositor más intransigente. Se refería a dichos acuerdos como una “traición”. En sus actos políticos se cantaba “muerte a Rabin”, ocurrida en noviembre de 1995 por dos disparos de un ultra-nacionalista judío.
Hamás también se oponía a aquellos acuerdos. Lo hizo por medio de una masiva campaña de atentados terroristas en lugares públicos durante las semanas previas a las elecciones de mayo de 1996, causando decenas de muertes. Netanyahu prometió dureza con ellos y derrotó a Peres, ex-canciller de Rabin y candidato laborista, por un punto de diferencia; formó gobierno con los ortodoxos; y abortó el proceso de paz de Oslo. La historia ocurre dos veces, dicen; ambas como tragedia, digo yo.
En octubre de 2023, nadie podía conocer de antemano los planes de Hamas mejor que el gobierno israelí. Nunca se explicó el enorme fracaso de inteligencia de ese día 7 y tampoco la razón por la cual la frontera sur del país fue desguarnecida, sobre todo con un festival de música al aire libre, y con una concurrencia de 3,500 personas, a 5 kilómetros de la Franja de Gaza.
Según los organizadores la música en la frontera llevaría un mensaje de “paz y amor”. Un Woodstock del siglo XXI, blanco perfecto para el terrorismo yihadista. Como el Teatro Bataclan, en París, solo que a 5 desprotegidos kilómetros de Hamas.
Tampoco nadie podía conocer mejor que Hamas cuál sería la respuesta de Israel al 7 de octubre, sobre todo con un gobierno acorralado por el descontento de medio país y los conflictos con la Corte Suprema ante sus permanentes intentos de alterar el equilibrio constitucional. Y porque, además, en Israel responder al terrorismo es política de Estado.
Pero nada de eso forma parte de las consideraciones de Hamas. Sus rehenes no son solo los secuestrados en el concierto, también la población de Gaza. Los civiles palestinos son sus escudos humanos. Desde luego, debajo de los hospitales funcionan (o funcionaban) comandos militares; las escuelas se usan para planificar la logística; los lanzamientos de cohetes están situados entre las viviendas de la población. Allí está la primera víctima de Hamas.
El terrorismo ignora civiles por definición, pero el gobierno de Israel también. Continúa con bombardeos que no distinguen terroristas de civiles. Estos últimos se han transformado ahora en los escudos humanos de Netanyahu y su represalia indiscriminada. Se trata de un fundamentalismo, el islámico, enfrentando y a la vez complementando a otro, el ultra-ortodoxo judío. Nada racional puede surgir de allí.
Inocentes pagan el costo de sus respectivas irracionalidades. Hamas es una dictadura despótica, pero Israel es una democracia liberal. Las diferencias entre ellos son menos claras con Netanyahu en el poder. ¿Acaso convertir la Franja de Gaza en territorio inhabitable por las próximas décadas es condición necesaria para eliminar a Hamas? La pregunta me atormenta, por tan trágica realidad y por no tener la respuesta.
La “Definición Práctica del Antisemitismo de IHRA”, Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto, que nuclea a 35 Estados miembros, 8 Estados observadores y varias organizaciones internacionales, define el antisemitismo como “una cierta percepción de los judíos que puede expresarse como odio a los judíos. Las manifestaciones físicas y retóricas del antisemitismo se dirigen a las personas judías o no judías y/o a sus bienes, a las instituciones de las comunidades judías y a sus lugares de culto”.
Para orientar su trabajo empírico, el “Manual de Uso” de IHRA presenta varios ejemplos. Entre ellos aparece como un típico prejuicio antisemita considerar a los judíos responsables de las acciones del Estado de Israel. De hecho, es de lo más comunes.
El punto es liberador. La política de un Estado siempre es debatible, nadie es responsable de un gobierno por su ADN, su identidad o sus creencias religiosas. Pero al mismo tiempo presenta a los judíos con una cierta obligación ética y moral: oponerse y criticar cuando es necesario en virtud de ese mismo sentimiento liberador, pues lo que está ocurriendo en Gaza no es aceptable.
Y, además, violenta de manera flagrante los principios y valores sobre los cuales se creó en 1948 el Estado de Israel, el hogar del pueblo judío.