Hijo del monarca reinante, delfín era el título del príncipe heredero al trono de Francia. Se usó desde el siglo XIV y hasta 1830. El término se sigue usando en la actualidad para denotar simplemente al sucesor. A este lado del Atlántico no hay monarquías y, no obstante, la figura del delfín siempre ha tenido un protagonismo central en los procesos de transición política.
En parte ocurre por la propia naturaleza de la institución presidencial, un diseño de compromiso para satisfacer a los monárquicos en los Estados Unidos de la independencia. El presidente, jefe de gobierno y de Estado al mismo tiempo, está por ello imbuido de una cierta pulsión monárquica, de ahí el imperativo de su proyección. En ello reside la designación de su delfín.
Lo cual contiene un cierto grado de complejidad, especialmente si el delfín llega al poder. No es afecto sino mutua necesidad lo que vincula al delfín con su patrocinador, a veces un verdadero patrón político. Para el primero es el impulso inicial imprescindible, la legitimación y los recursos del Estado. Para el presidente en ejercicio se trata de su propia vigencia ante la impiedad del calendario. Pues el poder jamás es eterno y no sólo por la biología.
Todo lo cual no está exento de fricciones, de ahí que el delfín bien pueda terminar como un “traidor”. Enfatizo las comillas y elogio la traición, parafraseando a Denis Jeambar e Yves Raucaute. Es que el nuevo presidente no tiene otra opción, está obligado a definir su propia identidad y marcar el cambio de época. Eventualmente, designará a su delfín y construirá su legado.
En el México del PRI hegemónico, el “dedazo” era la institucionalización del “delfinato”. Designando a su sucesor, el presidente cumplía su último y más solemne acto, ratificando el principio cardinal del sistema político desde 1910: “sufragio efectivo, no reelección”. Portador del ADN de aquel “autoritarismo benigno”, así se lo llamaba, López Obrador lo recrea hoy—si bien, a regañadientes—con la designación de su candidata Claudia Sheinbaum. La conversación transcurre en determinar si y cuando habrá ruptura entre ellos.
En Ecuador Rafael Correa designó a su vicepresidente Lenin Moreno como delfín. Su propósito específico: eludir las acciones de la justicia por los múltiples cargos de corrupción contra su persona y altos funcionarios de su década en el poder. Moreno no se hizo cómplice y “lo traicionó”. Correa está prófugo desde 2018.
En Argentina Menem designó a su delfín Eduardo Duhalde en 1999. Lo apoyó tibiamente y Duhalde fue derrotado en esa elección; no es afecto sino mutua necesidad. Siendo presidente en 2003, Duhalde a su vez designó a Kirchner como su delfín, sufriendo la traición de la ruptura en la elección de mitad de termino de 2005. Kirchner comenzó a trabajar por su propio delfín, su esposa.
En Colombia el protagonismo de Álvaro Uribe no decreció con la conclusión de su presidencia; tal vez, lo contrario. Los dos siguientes presidentes, Santos y Duque, fueron beneficiados por su humo blanco. En Paraguay el expresidente Cartes ha retenido influencia en la designación de los candidatos de su partido Colorado a posteriori de dejar el poder en 2018. Los dos presidentes que le sucedieron fueron sus delfines, Abdo y Peña.
Aún en Estados Unidos, Obama abandonó la tradición de dejar la política al dejar la presidencia, involucrándose en la designación de los candidatos de su partido, Hillary Clinton y Joe Biden. También se sumó activamente a sus respectivas campañas electorales, una verdadera singularidad. En este año electoral se lo describe como el verdadero arquitecto de la campaña de Biden por la reelección.
La metáfora “delfinato” apunta a identificar un elemento de estabilidad y moderación. Disminuyen los incentivos a la perpetuación, frecuente en América Latina, y con ello se robustecen las instituciones, comenzando por la propia presidencia. Un presidente popular encuentra motivos legítimos para continuar ejerciendo influencia, no tiene porqué quedarse en el poder más allá de lo que marca la norma constitucional. Se constituye él mismo, o ella, en un poder moderador.
Me quedé pensando en estos temas mientras veía la entrevista de COA, “Council of the Americas”, a María Corina Machado y Edmundo González juntos. La amabilidad y la generosidad mutua no alcanzaron a ocultar lo anómalo de este proceso. Y la obvia deferencia de González hasta en su lenguaje corporal hacia quien tiene el poder, Machado, subrayó esa anomalía mucho más.
Es que González es el delfín de Machado, inhabilitada por Maduro por la certeza de una derrota. Lo peculiar es que Machado es la única figura política en el país con representatividad, pero al no estar habilitada a participar y no ser presidente no posee los recursos institucionales para administrar la relación con su “heredero”. De ahí su persistencia en la calle como recurso.
En todo delfinato hay fricciones, cómo se negocian es central para la participación y el control de la elección y para la estabilidad posterior. La deferencia ya no es tal si y cuando un delfín comienza a ser llamado “Su excelencia”. Me quedé con muchos signos de interrogación.
Claro que las dudas fundamentales son otras: si habrá votación, si los votos se contarán bien, si el régimen entregará el poder. Entre otras, vaya anomalías a once semanas de la fecha electoral.