“Que se sepa en el mundo empresarial: contrate a cualquiera de los fabuladores que trabajaron para Trump, y Forbes asumirá que todo lo que su compañía dice es mentira. Vamos a examinar, verificar, investigar con el mismo recelo que abordamos cada tweet de Trump. ¿Quiere asegurar que los nombres más grandes de la industria de la comunicación lo consideren un potencial canal de desinformación? Contrátelos nomás”.
Así dice un editorial reciente de la revista “Forbes”, influyente medio de negocios. Es una buena radiografía del clima que rodea esta transición. El señalamiento no es hacia un gobierno—que como entidad es siempre un legítimo blanco de crítica y denuncia—sino para estigmatizar individuos. Desconociendo la noción de presunción de inocencia, y que la culpabilidad por asociación es ambigua en el mejor de los casos, Forbes decide condenarlos al desempleo.
En el mundo de las artes y la academia circulan peticiones de similar contenido, llamando a las instituciones a someter a un estricto escrutinio a cualquier miembro de la administración Trump que puedan considerar contratar. No se trataría de examinar sus aptitudes profesionales tanto como su compromiso con los valores de la libertad, la justicia y la democracia.
Lo cual es redundante, en tanto esas son las condiciones indispensables para cualquier puesto que se base en el ejercicio de la libertad creativa y académica. Ese es el insumo y el objetivo de las artes, las ciencias y las letras; mucho antes de Trump y después de Trump, y mas allá de cualquier disputa política e ideológica, en definitiva coyuntural y por lo general mezquina.
La redundancia es un buen indicador de lo que escasea, justamente, subraya que estamos en una pendiente resbaladiza. Identificar individuos “mentirosos” va directo hacia las listas negras, como aquellas del anti-comunismo o con la justificación ideológica que sea. Bien puede derivar en una campaña macartista o una clásica purga stalinista. Avergonzar (y condenar al desempleo) a funcionaros “por mentir” supone antes determinar “la verdad”. Sin precedentes, además dicha tarea hoy está en manos del sector privado, conflictos de interés a la ene.
Mentir no es un crimen, el perjurio lo es. Penalizar a quienes en funciones de gobierno han mentido, lo cual es éticamente repudiable, no obstante sugiere una cierta ficción totalitaria. ¿Pues qué harían con quienes mintieron sobre el Iran-Contragate en los años de Reagan? ¿Qué pena merecen quienes encubrieron a Clinton y sus mentiras bajo juramento? ¿Y sobre las armas de destrucción masiva de Bush, no sabían o mintieron? ¿Qué harían con los funcionarios que ocultaron los más de 500 ataques secretos con drones en el Medio Oriente ordenados por Obama, un posible crimen de guerra?
Ahora tal vez descubran los grises de la política, sino el agua tibia. Tal vez sea cierto que Trump ha mentido más que todos; se han contado sus mentiras por día, por discurso y por tweet. ¿Pero se han contado las de otros presidentes? ¿Y cuántas mentiras son aceptables, dado que no parecen ser tan infrecuentes? Determinar la verdad le importa a la justicia, si es material para un proceso legal. Revelar la verdad en todo caso pertenece a los textos religiosos, lo cual importa para el creyente.
Una búsqueda fundamentalista de la verdad, motivada por una posición política e ideológica contraria a la de los supuestos infractores, también puede terminar siendo un camino alternativo para llegar a la post-verdad. El dogma es el ingrediente más usado en la cocina de las “fake news”.
Se ha dicho que esto ocurre en respuesta a los aborrecibles sucesos del 6 de enero en el Capitolio, pero esa es una verdad a medias, para seguir con el tema. La “cultura de la cancelación” comenzó con los escraches bastante tiempo atrás. El 6 de noviembre pasado, una de sus inspiradoras, la congresista Ocasio-Cortez, llamó a archivar los tweets de los miembros de la Administración Trump “para cuando intenten minimizar o negar su complicidad en el futuro”.
La columna de junio del Senador Republicano Tom Cotton en el “New York Times”, “Send in the Troops”, ocasionó el despido del propio Editor de Opinión por no haberla censurado. Twitter y Facebook censuraron al “New York Post” en octubre por la nota sobre los negocios del hijo de Biden en Ucrania. Y, esta semana, ambas plataformas han dado de baja las cuentas de Donald Trump y muchas otras de funcionarios y seguidores.
Después de eso Google y Apple excluyeron a Parler, competencia directa de Twitter, de sus listados de aplicaciones disponibles, y Amazon le cerró su nube, su gigantesco servicio de almacenamiento de datos imprescindible para la operación de las plataformas de redes. Los usuarios con cuentas cerradas en Twitter y en Facebook habían migrado a Parler.
Estamos en presencia de una colusión, un cartel tecnológico-periodístico que en base a sus posiciones políticas establece los términos de la industria; precios, barreras de entrada y licencias de facto, entre otros, escogiendo así agentes por el lado de la demanda tanto como por el de la oferta. Un oligopolio que de ese modo selecciona la información, o sea, un censor, el ministerio de la verdad de Orwell pero en manos privadas.
Tal vez sea hora que la justicia les recuerde la Primera Enmienda Constitucional, sobre libertad de expresión; la legislación anti-trust, cuyos orígenes se remontan a 1890; y la Sección 230 del Acta de Comunicación de 1996 que fija la neutralidad de las plataformas de tecnología y los exime de responsabilidad por lo que allí se publica. Ello los ha hecho inmunes a cualquier demanda judicial, con lo cual multiplicaron el tráfico y sus utilidades, el problema ahora es que ellos mismos han quebrantado dicha neutralidad. Sería oportuno entonces, en defensa de la competencia y la libertad de expresión, cesar algunos apartados de dicha ley.
Todo esto solo sirve para exacerbar la polarización, profundizando la división política, social y cultural. No parece probable que se pueda silenciar a la base conservadora con la censura tecnológica, aún si Trump partiera de la escena política. El intento de invisibilizarlos no hará mas que intensificar su intolerancia y su radicalismo. Confeccionar una lista de enemigos políticos y amenazarlos con represalias por haber trabajado para el partido rival es extraído del manual del fascismo, se llamen como se llamen.
Estados Unidos vive un conflicto de dos “naciones”: la urbana y la rural, la laica y la religiosa, la moderna y la tradicional; en definitiva, la Unión y la Confederación. No es tan singular, versiones similares del clivaje liberal-conservador han ocurrido en casi todas las naciones de América, consecuencia inevitable del secular proceso de modernización y sus conflictos.
Pues resolver esos conflictos es condición necesaria para que una nación sea viable, es decir, que prospere y que reproduzca un orden político legítimo para la sociedad, que a su vez repercute sobre el crecimiento. La sociedad en conflicto, la política inestable y la democracia ingobernable son una buena receta para aumentar el riesgo y la incertidumbre en los negocios. En el largo plazo ello siempre afecta la inversión, el poderío económico nunca debe darse por sentado.
Por ende, la elite política debería actuar con mayor cautela. Lo mismo la elite mediática-empresarial, enfocada en la ganancia de corto plazo aún a costa de la estabilidad del sistema. Pero así es la burguesía en el capitalismo monopólico, dice buena parte de la literatura neomarxista.
Ocurre que Trump no es un mal negocio para sus adversarios tan acérrimos. De hecho, las mentiras por ellos censuradas se han traducido en extraordinarias utilidades corporativas, medidas por el tráfico en las redes sociales y las subscripciones de los periódicos más críticos. De ahí que el ministerio de la verdad privatizado lo quiera fuera del poder, pero no necesariamente fuera de la escena.
Es que, después de todo, no son tan diferentes. El capitalismo sin restricciones que Trump practica y predica es exactamente el mismo que sus enemigos del cartel mediático-tecnológico reprueban pero también practican.