George H. W. Bush le dio forma institucional al optimismo de los noventa. Como dos caras de una misma moneda, la libertad y la prosperidad se materializarían en una Europa por primera vez unida. No fue el fin de la historia, fue el fin de una noción de la historia ajena a la superioridad social de la democracia y el mercado, única fórmula capaz de asegurar la paz y la estabilidad global.
Por ello Bush colocó al comercio en el centro de su agenda de cooperación internacional, sentando las bases intelectuales de la OMC, creada eventualmente en 1995. En el hemisferio occidental, región golpeada por la crisis de la deuda, plasmó una serie de impulsos innovadores. En 1990 lanzó la “Iniciativa para las Américas”, cuyo objetivo de largo plazo era la creación de “una zona de libre comercio de Alaska a Tierra del Fuego”.
Dicha iniciativa actuó como marco conceptual, propiciando decisiones puntuales con efectos inmediatos. Una línea de créditos administrado por el BID, el “Plan Brady” y un programa de alivio de deuda. Con mayor relevancia en el largo plazo, la tercera estrategia consistió en avanzar en la negociación de acuerdos de libre comercio.
“La reforma económica debe asegurar la movilidad ascendente y la creación de oportunidades de una vida mejor para todos los ciudadanos de las Américas”, dijo Bush acerca de NAFTA, el tratado de libre comercio de América del Norte firmado en diciembre de 1992 pocos días antes de concluir su mandato. Fue el modelo de otros arreglos similares en la región.
Le siguieron acuerdos de EEUU con Chile, América Central (CAFTA), Colombia, Panamá y Perú, todos bajo sucesivos presidentes. Ello además de la creación de Mercosur, la Comunidad Andina, que profundizó el existente “Pacto Andino”, y más recientemente la Alianza del Pacifico. Si se bosqueja en un mapa todos los bloques regionales, la imagen habla por sí misma: un continente virtualmente integrado en toda su geografía y con densidad comercial.
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Y, sin embargo, el proyecto de integración continental expresado por el ALCA-FTAA no se concretó. Lo truncó Chávez en la cumbre de Mar del Plata de 2005, ocasión en la que, además, entre él, Néstor Kirchner y Maradona irrespetaron al Presidente George W. Bush, hijo del inspirador de esta iniciativa.
Es que en diciembre de 2004 se había fundado ALBA en La Habana, primer paso de la estrategia multilateral castro-chavista. Agréguese más tarde Petrocaribe, Unasur y CELAC, todos pensados para proyectar el poder de Venezuela, proteger a los Castro y neutralizar la influencia de Washington en la región. Claro que todo ello con el barril de crudo por encima de los 100 dólares, un esquema por lo tanto insostenible en el largo plazo.
Esta historia obliga a un razonamiento contra-fáctico. De haber prosperado entonces la idea del ALCA-FTAA, y sin Chávez ni Castro, ¿el continente estaría hoy mejor o peor? ¿América Latina contaría con más o con menos recursos—materiales, políticos e institucionales—para emprender estrategias de salud pública efectivas y al mismo tiempo aminorar los devastadores efectos económicos de la pandemia? Y lo que es más importante, ¿una economía continental integrada como en la propuesta de 1990, aceleraría la reactivación?
Las respuestas son obvias. Un comercio pujante es necesario para atraer inversión y sin inversión no hay creación de empleo. Una crisis es siempre una oportunidad y esta también lo es. El desafío de América es revalidar aquella iniciativa de Bush, el mapa de los bloques regionales de las Américas, de Alaska a Tierra del Fuego, ilustra el punto. La integración comenzaría con la armonización gradual de los acuerdos ya existentes; los viejos clichés ideológicos no sacarán a las economías de la región del estancamiento.
La buena noticia es que los líderes actuales miran hacia delante con pragmatismo. El léxico de la Administración Trump puede sonar proteccionista, pero en realidad es lo opuesto. Propició un nuevo NAFTA, USMCA, ratificando la alianza original. Con China, a su vez, se trata de aplicar las normas de la OMC: equidad, no discriminación y reciprocidad. En todo caso, las negociaciones buscan prevenir el proteccionismo que con frecuencia surge cuando se vulneran dichos principios.
Itamaraty, por su parte, está determinado a transformar el Mercosur en un “bloque constructor” de comercio, de una vez por todas, no en un “bloque obstaculizador”, parafraseando la perenne discusión sobre regionalismo en la literatura. Solo la Argentina kirchnerista objeta esta tarea largamente pendiente, un gobierno atado a dogmas proteccionistas.
El gobierno de Colombia, a su vez, presidirá la Alianza Pacífico y la Comunidad Andina a partir de diciembre, escenario propicio para abordar el tema de la armonización. Al mismo tiempo, el Presidente Duque ha patrocinado la “Carta de Desarrollo Empresarial” en el seno de la OEA, instrumento pensado para discutir los lineamientos fundamentales de la recuperación económica y social de la región. La trinidad comercio-inversión-empleo deberá ser el ancla conceptual de dicho proyecto.
El continente contará con un nuevo presidente en el BID, Mauricio Claver-Carone. Un nacional del país que aporta la mayor cantidad de capital al frente de la principal institución crediticia del sistema hemisférico es afortunado en el contexto de esta severa recesión. Fue sensato el presidente recién electo al sostener que postergar la elección, como proponían algunos, significaba postergar la recuperación del continente.
Relanzar ALCA-FTAA sería una herramienta efectiva para acelerar dicha recuperación. Si era una iniciativa necesaria en los noventa, en esta crisis de hoy es imprescindible. El sistema interamericano, empezando por la OEA y el BID, tiene un papel fundamental en esta tarea. La reactivación no puede demorarse.
Por Héctor Schamis